**Cómo el gato la llamaba «hijita», y resultó ser su esposa: una comedia que empezó como broma**
Durante las fiestas de mayo, me encontré visitando a unos amigos en Málaga. El ambiente era cálido, aunque la mayoría eran desconocidos para mí. Todos charlaban, reían y preparaban la mesa. Mi atención la captó una pareja: un hombre de unos cincuenta y cinco años y una chica que no pasaba de los veintisiete. Él, con ese aire distinguido y unas canas elegantes; ella, alegre y desenfadada, con una sonrisa que iluminaba la habitación. Se llamaban Javier y Lucía. Ella no paraba de llamarle «papi», y yo, inocente, me conmovía pensando: «Qué bonita conexión tienen este padre y su hija».
Pero cuando se despedían con risas, Lucía comentó: «Nos espera el niño, no se duerme sin nosotros». Me quedé helado. Al marcharse, pregunté en voz baja a los anfitriones: «¿Cómo es eso? ¿Qué niño? ¿Acaso son marido y mujer?». Me respondieron con un gesto afirmativo. Sí, marido y mujer. Sí, tenían un hijo juntos. Lo de «papi» había surgido como broma años atrás, cuando una dependienta confundió a Lucía con su hija. Al principio fue una ocurrencia, luego una costumbre.
Después me contaron su historia. Una que parecía chiste, pero que demostraba algo: la edad no es obstáculo para la felicidad.
Javier había sido pintor. Con talento, pero como tantos artistas, sin rumbo fijo. Dos matrimonios atrás, una hija adulta con la que había perdido contacto, problemas con el alcohol y una soledad que le ahogaba. A los cuarenta y cinco, se detuvo y decidió cambiar. Retomó los pinceles, pero nadie compraba sus cuadros. Hasta que apareció Lucía, de apenas veintidós años. Él mismo se preguntaba: «¿Qué ve en mí?». Sin afeitar, sin estilo, sin un duro. Pero ella lo miró… y se quedó.
Su amor fue como aire fresco. Por ella dejó la bebida, se cuidó, volvió a crear. Sus obras empezaron a venderse, luego vinieron exposiciones y hasta encargos para decorar hoteles. El dinero llegó, y con él, la estabilidad y la paz. Diez años después, tienen un piso en el centro, viajan a menudo y crían a su hijo. Ella es la esposa de un hombre respetado y próspero. Y pensar que todo empezó con un «señor mayor» en una chaqueta vieja.
Claro, al principio su madre y amigas se llevaban las manos a la cabeza: «¿Estás loca, Lucía? ¡Podría ser tu padre!». Quizás ella misma dudó, pero siguió su corazón. Y no se equivocó. Javier la considera su milagro, un regalo inmerecido. Se convirtió en el padre que nunca había sido: paciente, cariñoso, entregado. Juega con su hijo, le lee cuentos, pasea con él por el Retiro. Hasta recuperó el contacto con su hija mayor, que vio cómo había cambiado.
Este «matrimonio desigual» resultó más sólido que muchas parejas de la misma edad. Conozco varias historias así. Un amigo mío, chef en Sevilla, se casó a los cincuenta con una chica de veinticinco. Nunca había cocinado, y ahora ni la deja entrar en la cocina: «Ve al cine, déjame trabajar, jefa».
Porque los hombres después de los cuarenta son los mejores maridos. Ya han vivido, han cometido errores, han saciado sus impulsos. Ahora quieren calma, un hogar, amor. Aprecian cada instante con su familia. Las mujeres jóvenes los encuentran interesantes: no son chicos que solo hablan de fiestas, sino hombres que han aprendido a escuchar y proteger. Pueden ser mentores, amantes, amigos.
Y sobre todo, son padres excepcionales. Yo mismo soy ejemplo: tengo cincuenta y cuatro, y a mi hija pequeña le quedan años para la adolescencia. Todos dicen que soy el padre que debería haber sido desde siempre. Antes no estaba listo; ahora sí.
Corro cada mañana, no por moda, sino porque quiero vivir mucho. Quiero enseñar a mi hija a montar en bici, consolarla cuando saque un suspenso, acompañarla en su primera cita. Eso es lo que me mantiene vivo. No cervezas en el sofá hablando de hipotecas.
Jacques Cousteau decía: «Los hijos pequeños alargan la vida». Él los tuvo hasta los setenta, y no era broma. Un hombre con un niño pequeño es un motor: activo, alerta, lleno de energía. Tiene por quién vivir. Ya no mira a otras mujeres ni se queja de políticos. Piensa en deberes, helados y excursiones. Quiere estar en casa. Con los suyos.
A los cincuenta, ser buen padre no es un sacrificio, es un privilegio. Y vale más que ser «el rey de las fiestas» o «el as de la parrilla».
Y cuando la esposa joven madura, la diferencia de edad se difumina. Solo queda el amor. Auténtico, sereno, puro. Si aún dudas: ¿merece la pena unir tu vida a un hombre veinte años mayor? Mira a Javier y Lucía. Lo que empezó como un «papi» terminó siendo el mejor matrimonio de sus vidas.