Cuando traje a mi madre enferma a casa, mi marido exigió: “Alquila su piso y que se vaya”.
Conocí a Javier justo después del instituto. Creí que el destino me guiaba hasta sus brazos. Fue mi primer amor—deslumbrante, ciego, casi de cuento. No lo pensamos demasiado y nos casamos, celebrando una boda ruidosa en una finca rural. Tres días de fiesta, música hasta el amanecer, cientos de invitados. Mi madre brillaba de felicidad—su única hija por fin había encontrado a su media naranja.
Como regalo de bodas, me dio un piso. Una herencia de su abuela. Sí, necesitaba una reforma integral, pero estaba en un edificio nuevo, en un buen barrio de Madrid. Y lo más importante: era nuestro rincón, el comienzo de Javier y mío.
Pero ella no se detuvo ahí. Nos entregó todos sus ahorros para que pudiéramos reformarlo, comprar muebles, darle vida a cada esquina. Su aporte a nuestro futuro fue colosal. Me sentí la mujer más afortunada. Parecía que todo se sostenía sobre cimientos sólidos—amor y bondad.
Hasta que, de repente, todo se desmoronó.
En nuestra boda, mi padre conoció a una mujer joven. Se enamoró como un adolescente. A las pocas semanas, abandonó a mi madre. Luego, hizo los trámites, la dio de baja del registro, vendió el piso que compartieron durante décadas. Mi madre se quedó sin nada. Sin techo, sin apoyo.
Ella resistió. Sonreía, seguía a mi lado, incluso cuando apenas podía mantenerse en pie del dolor. Hasta que ocurrió lo peor—un derrame cerebral. Quedó medio paralizada. Le costaba hablar, moverse. Y estaba sola. Completamente.
Supe enseguida que no había otra opción. La llevaría conmigo. En nuestro piso de dos habitaciones, setenta metros, había espacio suficiente. Mi madre siempre fue callada, discreta, no molestaría a nadie.
La traje a casa desde el hospital. Le preparé la cama con sábanas limpias, puse una mesilla cerca, le hice un té. Quería que sintiera que todo sería distinto ahora. Calor. Seguridad. Amor.
Pero ocurrió lo que ni en mis peores pesadillas hubiera imaginado.
Javier, al verla instalada, me dijo frío y tajante:
—Escucha, Laura. Tu madre no puede quedarse aquí. Búscale otro sitio. Alquila su antiguo piso—que use ese dinero para alquilar algo.
Me quedé helada.
—¿Qué has dicho?
—Yo no firmé para esto. No quiero a alguien a quien cuidar. Es tu madre—tu problema.
Olvidó quién nos dio este hogar. Olvidó que ella lo dio todo por nosotros. Olvidó que, al menos, le debía un poco de gratitud.
No grité. No armé un escándalo. Simplemente le preparé sus cosas y lo eché. Sin histerias. Sin lágrimas. En silencio. Como un cirujano extirpando lo podrido. Fue el fin. Y no me hizo infeliz—al contrario, fue el comienzo de algo honesto y puro.
Porque un hombre que, ante la primera dificultad, rechaza tu dolor, no es tuyo. Y si borra con tanta facilidad a quien tanto hizo por vosotros, entonces no es un hombre—solo un error.
Ahora estamos mi madre y yo. Sí, es duro. Mucho. No camina, apenas habla. La cuido, la alimento, la limpio, le enjugo las lágrimas. No volverá a ser la de antes—alegre, bulliciosa, con abrazos calientes y bizcochos. Pero es mi madre. Y asumo esa responsabilidad. Debo estar a su lado—no solo en la alegría, sino en la enfermedad.
Y sabes qué? Agradezco al destino. Por no quedarme embarazada. Porque Javier mostró su verdadero rostro ahora, y no cuando tuviésemos un hijo.
Mi padre desapareció. Mi marido se fue. Solo quedamos nosotras. Y el silencio en el que aprendo a respirar de nuevo. Es difícil. Pero no me avergüenzo. Porque soy una hija que no traicionó.