Cuando traje a mi madre enferma a casa, mi marido me exigió: “Pon su piso en alquiler y que se vaya”.
Conocí a Carlos justo después del instituto. Pensé que el destino mismo me guiaba hacia sus brazos. Fue mi primer amor—cegador, intenso, casi de cuento. No lo pensamos mucho y nos casamos, celebrando una boda ruidosa en una finca a las afueras. Tres días de fiesta, música hasta el amanecer, cientos de invitados. Mi madre brillaba de felicidad—por fin su única hija había encontrado a su media naranja.
Como regalo de boda, me dio un piso. Una herencia de su abuela. Sí, necesitaba una reforma integral, pero estaba en un edificio nuevo, en un barrio bueno. Y lo más importante: era nuestro rincón. Nuestro comienzo.
Pero mi madre no se quedó ahí. Nos dio todos sus ahorros para que pudiéramos reformarlo bien, comprar muebles, decorar cada esquina. Su aportación a nuestro futuro fue enorme. Me sentía la mujer más afortunada. Parecía que teníamos unos cimientos sólidos—amor y bondad.
Pero todo se derrumbó de golpe.
En nuestra boda, mi padre conoció a una mujer joven. Se enamoró como un chiquillo. A las pocas semanas, abandonó a mi madre. Después, hizo los papeles, la dio de baja del padrón, vendió el piso que compartieron durante décadas. Mi madre se quedó sin nada. Ni techo ni apoyo.
Aguantó el tipo. Sonreía, seguía a mi lado, incluso cuando apenas podía sostenerse en pie del dolor. Y entonces vino lo peor—un ictus. La dejó medio paralizada. Le costaba hablar, moverse. Y estaba sola. Completamente.
Enseguida lo tuve claro—no había otra opción. La llevé conmigo. En nuestro piso con Carlos había dos habitaciones, 70 metros cuadrados, suficiente. Mi madre siempre fue callada, discreta, no molestaría a nadie.
La traje a casa desde el hospital. Mejoré su cama, puse una mesita de noche, le preparé un té. Quería que sintiera que ahora todo sería diferente. Cálido. Seguro. Con amor.
Pero ocurrió lo que jamás habría imaginado ni en mis peores pesadillas.
Carlos, al ver que mi madre se quedaba con nosotros, me dijo frío y tajante:
—Escucha, Ana. Tu madre no puede quedarse aquí. Búscale un sitio. Pon su piso en alquiler—que con ese dinero se alquile algo.
Me quedé muda.
—¿Qué has dicho?
—Yo no firmé para esto. No quiero a alguien a quien haya que cuidar. Es tu madre—tus problemas.
Olvidó quién hizo posible este piso. Olvidó todo lo que invirtió en nosotros. Olvidó que al menos debería tener una pizca de gratitud hacia ella.
No grité. No monté una escena. Solo le preparé sus cosas y lo eché. Sin dramas. Sin lágrimas. Con calma. Como un cirujano que corta lo podrido. Fue el final. Pero no me hizo infeliz—al contrario, fue el principio de algo honesto y limpio.
Porque un hombre que ante la primera dificultad se desentiende de tu dolor… no es tuyo. Y si borra tan fácilmente a alguien que os ayudó con lo que tenía, no es un hombre—es un error.
Ahora estamos mi madre y yo. Sí, es duro. Mucho. No camina, apenas habla. La cuido, la alimento, la lavo, le enjugo las lágrimas. No volverá a ser esa mujer alegre, que hacía pasteles y daba abrazos cálidos. Pero es mi madre. Y asumo la responsabilidad. Estoy obligada a estar a su lado—no solo en la alegría, sino en la enfermedad.
Y sabes qué? Le doy gracias al destino. Por no quedarme embarazada. Porque Carlos mostró su verdadera cara ahora, y no cuando tuviéramos un hijo.
Mi padre desapareció. Mi marido se fue. Solo quedamos mi madre y yo. Y el silencio, en el que aprendo a respirar de nuevo. Me cuesta. Pero no me avergüenzo. Porque soy una hija que no traicionó.