Cuando todo encaja: La elección de uno mismo

—Mamá, hoy me quedaré un poco más, es el cumpleaños de Lucía. Vamos al cine con los amigos —dijo Adrián, dejando un beso fugaz en la mejilla de Marina antes de desaparecer en el baño. Tras la puerta, su risa despreocupada se mezcló con el sonido del agua, como una canción sin letra.

Marina permaneció junto a la ventana, escuchando cómo la vida bullía a su alrededor. Adrián era feliz. Liviano. Libre. Como ella nunca lo había sido.

A sus dieciocho años, también creyó en la felicidad sencilla. Javier parecía el hombre de sus sueños: valiente, apuesto, seguro. Se enamoraron, celebraron una boda íntima y empezaron de cero. Pero, al poco tiempo, Marina comprendió que su vida se había convertido en rutina, silencio y soledad.

Javier se quedaba cada vez más “trabajando”, volvía taciturno, distante. Hasta que un día encontró un tarro de papilla infantil en su bolsa. Y pañales. Aquellas cosas se grabaron en su memoria como pruebas irrefutables.

—No es lo que piensas —masculló él, evasivo.

—Entonces, ¿qué es, Javier? ¡Dime! —gritó ella, aferrándose al frasco como si fuera el último hilo de realidad.

Después, todo se desmoronó. Fue duro, pero salió adelante. Crió a Adrián sola, sin más apoyo que su suegra, quien, contra todo pronóstico, nunca la abandonó.

Adrián creció, se convirtió en un hombre bueno, inteligente. Ella estaba orgullosa. Pero a veces… a veces la vaciedad regresaba. Como ahora.

Se hundió en el sillón, tomó el móvil y vio la notificación: «Pablo te ha enviado una solicitud de amistad». Pablo… Su amor de adolescencia. El que la esperaba tras las rejas del instituto con margaritas en mano. Ni siquiera sabía que aún recordaba su sonrisa, pero el corazón le dio un vuelco.

—Rosa, no vas a creerlo —llamó a su amiga—. ¡Pablo, el de 4ºA, me encontró en Facebook!

—¿En serio? ¿Ese que se deshacía por ti? Javier casi rompía los dientes de pura rabia cada vez que lo veía. ¡Acepta! Dicen que ahora le va bien y que se divorció hace poco.

Aceptó. Y todo comenzó. Mensajes. Bromas. Recuerdos compartidos. Un coqueteo dulce que le ardía en las mejillas. Pablo era atento, educado, sincero. Marina sintió que revivía.

—Adrián, quiero presentarte a alguien —le dijo un día a su hijo.

—¿A Pablo? —él sonrió—. Mamá, lo veo todo. Y me alegro por ti.

Ella brillaba. Por primera vez en años. Pero duró poco. Pablo escribió cada vez menos. Luego, con frialdad. Hasta que llegó el mensaje que le heló la garganta:

«Marina, lo siento. Hay otra. Tú elegiste a Javier en su día, y eso me dolió. Ahora sabes lo que se siente».

Ella miró la pantalla, aturdida. ¿Un hombre de más de cincuenta años… y esa mezquindad? ¿Todo era una farsa? ¿Venganza por un despecho juvenil?

—Vaya cretino —suspiró Rosa al enterarse—. Responde. Con dignidad.

Juntas redactaron un mensaje irónico, elegante, contundente:

«Querido Pablo: ¡Muchísimas gracias! No recordaba la última vez que había reído, coqueteado o me había sentido mujer así. Me devolviste la juventud, como si hubiera quitado veinte años de encima. Espero que tu nueva elegida aprecie tu talento dramático. Suerte. Un beso (plY, mientras caminaba bajo el sol de Madrid, sintió que el peso de los años se esfumaba, como si el aire mismo le susurrara que, al fin, todo encajaba.

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