Al subir al avión, sentí como si mis zapatos fueran de nubes y mi sombra se quedara atrás en el aeropuerto de Barajas. Mi esposa, Inés, y yo llevábamos la ilusión enrollada en la maleta: íbamos a ver a los primos en Sevilla, como quien viaja a un recuerdo antiguo envuelto en azahar.
Compramos dos billetes con esmero, eligiendo asientos hacia la ventanilla para contemplar la alborada sobre la Península. El avión tenía tres filas, lo sabía como quien recuerda los versos de un romance popular, así que seleccioné los asientos para que estuviéramos juntos y tocáramos el vidrio fresco del cielo.
Pero al pisar la moqueta del pasillo, algo no encajaba con la lógica de las cosas diurnas: en nuestros asientos ya estaban sentados una mujer de cabello oscuro como la tinta de calamar y su hijo pequeño, un niño de cinco años con mirada de duende travieso. Miré el billete, relucía exacto como una moneda de dos euros recién sacada de la cartera.
Disculpe, esos son nuestros asientos dije, sintiendo que mi voz salía envuelta en campanillas de feria.
La mujer seguía tan tranquila observando el catálogo de chocolates, como si su estancia allí fuera lo más natural del mundo. Inés lo repitió, con esa paciencia que tiene el vino añejo en bota de roble.
La mujer giró el rostro y murmuró:
Mi hijo quiere sentarse en la ventana. Quien se sienta antes, manda. No vamos a cambiarnos. Podéis coger los asientos del centro, están libres.
Sus palabras flotaron como globos sobre nuestro asombro.
Perdone, he elegido estos asientos a propósito, los pagamos justamente. Le rogamos que ocupe sus asientos para no crear un malentendido le dije, sintiendo que en el aire empezaban a cruzarse naranjas amargas.
No véis que el chaval está ilusionado Si lo movemos ahora se pondrá como un toro en San Isidro. ¿No tenéis hijos? Vosotros sois mayores, sed comprensivos.
No quise discutir en la frontera del mundo real y el país de los sueños, así que buscamos con la mirada a la azafata, cuyo chaleco azul parecía iluminar el pasillo como una luna artificial. Solo cuando ella pidió amablemente que respetara sus plazas, la mujer recogió su abrigo y se fue con su hijo a otra fila, envuelta en aire de verbena.
A veces me pregunto si quien de verdad quiere un asiento junto a la claridad, ¿por qué no lo compra de antemano? ¿No es pura avaricia el quererlo todo sin pensar en los demás?
La azafata resolvió el conflicto como quien arregla el hilo de un bordado en una mantilla, y el resto de los pasajeros me miraron como un compañero anónimo en la procesión del Rocío. Nadie quería circo ni sobresaltos, y la calma volvió al cielo del Airbus.
Solo se me escapa por qué algunas personas con niños creen poseer una llave secreta de privilegios. Nosotros también tenemos críos, pero no robamos sitio ni exigimos atajos a las procesiones de la vida.
Al final, el vuelo transcurrió como una copla sin desafinaciones, y espero que la mujer aprenda la próxima vez a reservar asientos con esa previsión que tienen en los pueblos cuando guardan sitio en la sombra durante la feria. Que no cause apuros a nadie ni haga de un viaje un entuerto.







