Me llamo Carmen López, tengo sesenta y nueve años. Tengo dos hijos, tres nietos y dos nueras. Con una familia así, cualquiera pensaría que vivo rodeada de cariño. Pero estos últimos años, me siento como una huérfana. Sola en mi piso de Madrid, con una rodilla que me duele y un teléfono que no suena en semanas.
Todo cambió cuando murió mi marido. Cuando él vivía, mis hijos venían de vez en cuando, en Navidad o por algún asunto. Pero después del entierro, desaparecieron. Cinco años. Cinco largos años sin verlos, viviendo en la misma ciudad, a apenas cuarenta minutos en autobús.
No les recriminé nada. Solo llamé para pedir ayuda. Cuando los vecinos inundaron mi cocina no mucho, pero el techo se estropeó, llamé a mis dos hijos. Prometieron venir ese fin de semana. Nadie apareció. Al final, tuve que contratar a un pintor. No era el dinero, era el dolor. El dolor de ver que mis hijos no tenían ni una hora para su madre.
Luego, la nevera vieja se estropeó. No entiendo de electrodomésticos, tenía miedo de que me estafaran. Volví a llamarles «Mamá, hay vendedores, búscate la vida». Al final, llamé a mi hermano, que mandó a su hija, mi sobrina Lucía, con su marido. Ellos lo arreglaron todo.
Cuando llegó la pandemia, mis hijos de repente se acordaron de mí. Llamaban una vez al mes para decirme que no saliera y que pidiera la compra por internet. Pero se olvidaron de algo: yo no sé hacerlo. Lucía, en cambio, me enseñó a pedir, organizó el primer reparto, me dejó una lista de farmacias que llevan a domicilio y empezó a llamarme casi todos los días.
Al principio, me sentía culpable. Lucía tiene a sus padres, su casa, su marido, su hijo. Pero era la única que venía sin motivo. Me traía sopa, medicinas, me ayudaba a ordenar, limpiaba los cristales. Un día vino solo a tomar un té y quedarse un rato conmigo. Su niñito mi biznieto me llama «abuelita». Esa palabra no la oía desde hacía años.
Así que tomé una decisión: si mis propios hijos me han olvidado, si solo les importa lo que pueden sacar y no lo que pueden dar, entonces mi piso será para quien realmente está ahí. Fui al notario a hacer testamento. Y ese mismo día, como por casualidad, mi hijo mayor llamó. Quería saber dónde estaba.
Se lo dije claro.
Y entonces empezó todo. Gritos, insultos, acusaciones. «¿Te has vuelto loca?», «¡Eso es nuestra herencia!», «¡En cuanto firmes, te echará a la calle!».
Esa misma noche vinieron. Los dos. Por primera vez en cinco años. Trajeron a una nieta que nunca había visto. Trajeron una tarta. Nos sentamos a la mesa. Tuve esperanza ¿quizá se habían arrepentido? Pero no. Intentaron convencerme, recordarme que tenía hijos, que no podía dejarle el piso a una extraña. Acusaron a Lucía de interés, me dijeron que me echaría.
Los miraba sin creerlo. ¿Dónde habíais estado todo este tiempo? ¿Por qué no me ayudasteis cuando lo necesité? ¿Por qué solo llamáis cuando sentís peligrar la herencia?
Les di las gracias por su preocupación. Y les dije que mi decisión estaba tomada. Se fueron dando un portazo, jurando que no volvería a ver a mis nietos y que no contara con ellos.
Sabes, no tengo miedo. No porque me dé igual. Sino porque ya no tengo nada que perder hace tiempo que vivo como si no existiera para nadie. Ahora es solo oficial.
Y Lucía Si un día hace lo que mis hijos imaginan, bueno, me habré equivocado. Pero el corazón me dice que no. Ella no ha pedido nada. Ni dinero, ni el piso. Solo estuvo ahí. Me tendió la mano. Se portó como una persona.
Y eso, para mí, vale más que cualquier lazo de sangre.





