En la vida, hay momentos que te sacuden como un rayo en plena tormenta. Momentos en los que la realidad te golpea con tanta fuerza que no puedes seguir engañándote.
Para mí, ese momento llegó el día que me enfermé de verdad.
Me desperté con fiebre alta, el cuerpo pesado como si hubiera sido golpeado por un camión. Me dolían los músculos, la garganta me ardía y la cabeza me palpitaba como si estuviera a punto de explotar. Sentía un cansancio insoportable y apenas podía abrir los ojos.
Me giré con dificultad hacia mi esposa, Natalia, que estaba sentada en el sofá, absorta en su teléfono.
— “Natalia… me siento fatal. Creo que tengo fiebre muy alta.”
Ni siquiera levantó la mirada de la pantalla.
— “¿Vas a ir a trabajar?” preguntó con absoluta indiferencia.
Me quedé mirándola en silencio, tratando de procesar su frialdad.
— “No… apenas puedo moverme.”
— “Ah, bueno.”
Y sin más, se puso de pie, se estiró como si nada y se fue a la cocina.
Ni un “¿Necesitas algo?”, ni un “¿Te traigo agua?”, ni un simple “¿Te sientes muy mal?”.
Nada.
Me quedé acostado, temblando de frío y luego sudando por la fiebre, esperando, aunque fuera un poco, que ella volviera con algún gesto de cariño. Pero no lo hizo.
No hubo té caliente. No hubo medicinas. Ni una sola palabra de apoyo.
Pasaron horas hasta que reuní las fuerzas suficientes para levantarme. Me arrastré hasta la cocina, con la esperanza de encontrar algo que me ayudara a sentirme mejor.
Lo que vi allí me golpeó aún más fuerte.
El fregadero estaba lleno de platos sucios. La mesa cubierta de migajas y vasos vacíos. La nevera casi vacía. Si quería comer algo, primero tenía que limpiar y luego preparármelo.
Y en ese instante, Natalia entró en la cocina.
Me miró con total indiferencia, dejó otra taza sucia en el fregadero y, con una sonrisa irónica, dijo:
— “Ah, pero si ya puedes levantarte, entonces no estás tan mal.”
Algo dentro de mí se rompió en mil pedazos.
No respondí.
No tenía sentido discutir.
Solo tomé un vaso de agua y regresé a la cama.
Pero ya nada volvería a ser igual.
Decidí hacerle sentir lo mismo
Por la noche, cuando la fiebre bajó un poco, intenté hablar con ella.
— “Natalia, hoy me dolió mucho la forma en que me trataste. De verdad pensé que te preocuparías por mí.”
Rodó los ojos y suspiró con fastidio.
— “No exageres. Solo tienes fiebre, no es para tanto.”
En ese momento, entendí todo.
No le importaba.
Así que tomé una decisión.
La próxima vez que ella se enfermara, haría exactamente lo mismo.
Cuando los papeles se invirtieron
No tuve que esperar mucho.
Dos semanas después, Natalia volvió del trabajo quejándose de que tenía frío, que le dolía la garganta y que sentía el cuerpo cortado.
A la mañana siguiente, no pudo levantarse de la cama.
— “Amor… me siento horrible… ¿Podrías hacerme un té?” murmuró con voz débil.
No aparté la vista de mi teléfono.
— “El té está en la cocina. Puedes hacértelo tú.”
El silencio inundó la habitación.
Vi su rostro transformarse: primero sorpresa, luego confusión.
— “Pero… estoy muy débil… ¿Me traes al menos un vaso de agua?”
— “En la mesa hay una botella. Si tienes sed, tómatela.”
Sus ojos se abrieron como platos.
Se giró en la cama, suspiró fuerte, gimiendo levemente, tratando de llamar mi atención.
Pero no me moví.
Durante todo el día intentó hacerme reaccionar. Lloriqueó, hizo sonidos de incomodidad, pero yo no respondí.
Hasta que, por la noche, explotó.
— “¡No puedo creer que seas tan insensible! ¡Nunca antes me habías tratado así!”
Dejé el teléfono a un lado y la miré fijamente a los ojos.
— “Ahora sabes cómo me sentí yo.”
Se quedó en silencio.
Por un segundo, creí que lo había entendido.
Pero me equivoqué.
Algunas personas nunca cambian
Unas semanas después, me enfermé otra vez.
Esta vez fue peor. Fiebre más alta, dolores más fuertes, un cansancio que me hacía sentir como si estuviera a punto de desmayarme.
¿Y Natalia?
Hizo lo mismo de siempre.
No me preguntó cómo estaba. No me trajo agua. No mostró el más mínimo interés.
Cuando finalmente reuní fuerzas para decirle que me dolía su actitud, se encogió de hombros y dijo con una sonrisa fría:
— “Bueno, la última vez que yo estuve enferma, tú tampoco me ayudaste. Así que ahora estamos a mano.”
Me quedé sin palabras.
— “¿En serio? Pasé años cuidándote, preparándote té, cocinando para ti, asegurándome de que te sintieras bien… y solo recuerdas esa única vez en que no lo hice?”
Se encogió de hombros otra vez.
Y en ese momento, entendí todo.
Natalia nunca cambiaría.
La verdad que me destrozó
Esa noche, mientras yacía en la cama, ardiendo en fiebre, una sola idea me aterrorizó.
¿Y si envejezco con esta mujer?
Si un día soy demasiado débil para valerme por mí mismo, ¿me cuidará?
¿Me traerá un vaso de agua cuando no pueda levantarme?
Ya conocía la respuesta.
Y en ese instante, comprendí la verdad más dolorosa de mi vida:
Elegí a la persona equivocada.