Cuando me empujaron de la cama por primera vez, pensé que había sido un accidente, pero hoy presento los papeles del divorcio.
En un pueblo cerca de Segovia, donde el viento invernal aúlla como un presagio, mi vida, que comenzó con sueños de felicidad, se convirtió en una pesadilla. Me llamo Lucía, tengo veintisiete años, y hace apenas un mes me casé con Álvaro. Pero lo que sucedió en nuestra primera Nochevieja juntos fue la gota que colmó el vaso. He tomado la decisión de divorciarme, y aunque mi corazón se parte entre el dolor y la determinación, sé que es lo correcto.
**El cuento que se volvió una trampa**
Cuando conocí a Álvaro, creí haber encontrado al amor de mi vida. Era encantador, atento, con una chispa en la mirada. Salimos durante un año, y cada día estaba lleno de risas y proyectos compartidos. Me prometió una familia, un hogar cálido, hijos. Le creí con toda mi alma. La boda fue modesta pero emotiva—nuestros seres queridos celebraban, y yo me sentía en la cima del mundo. Sin embargo, apenas una semana después de casarnos, comencé a notar comportamientos extraños en Álvaro. Al principio, los atribuí al cansancio o al estrés.
La primera señal de alarma llegó cuando, después de beber demasiado en una fiesta con amigos, me apartó con rudeza al intentar llevarlo a casa. Pensé que había sido un descuido, que solo había bebido de más. Pero luego, esos «descuidos» se repitieron. Álvaro podía alzar la voz si hacía algo que no era de su agrado. Sus palabras cariñosas se volvieron frías, y sus abrazos, indiferentes. Intenté convencerme de que era algo pasajero, que estábamos ajustándonos el uno al otro. Pero la mañana del 1 de enero acabó con todas mis ilusiones.
**La pesadilla del primer día del año**
El 31 de diciembre celebramos Nochevieja solos. Preparé una cena especial, decoré la casa, soñando con que sería el inicio de nuestra vida en común. Álvaro estaba de buen humor, brindamos con champán, reímos juntos. Pero hacia la medianoche, empezó a beber sin medida, y su alegría se transformó en agresividad. Cuando le sugerí ir a dormir, gritó: «¡No me estropees la fiesta!». Me retiré al dormitorio, esperando que se calmara.
A la mañana siguiente, desperté de un empujón violento. Álvaro, con los ojos rojos por el alcohol, me tiró de la cama sin miramientos. Caí al suelo, el dolor me atravesó, pero lo que más dolió fueron sus palabras: «Me estorbas para dormir, levántate y haz algo útil». Me quedé paralizada, sin creer lo que oía. Ese no era mi Álvaro, no era el hombre con quien me había casado. Intenté hablar, pero él solo giró la cara hacia la pared.
**La verdad que duele**
Ese incidente no fue algo aislado. En un mes de matrimonio, comprendí que Álvaro no era quien creía. Sus «accidentales» empujones, sus palabras hirientes, su desprecio por mis sentimientos—todo era parte de su verdadero carácter. Podía humillarme delante de amigos, llamándome «torpe» si la cena no era de su gusto. Exigía que me adaptara a sus deseos, ignorando los míos. Y yo, con veintisiete años, me sentía como una anciana encerrada en una jaula.
Mi madre, Carmen, lloró cuando le conté la verdad. Me suplicó que aguantara: «Lucía, el matrimonio es trabajo, dale tiempo». Pero, ¿cómo aguantar a alguien que no te respeta? ¿Cómo construir una vida con quien te ve como su sirvienta? Intenté hablar con Álvaro, pero se limitó a reírse: «No exageres, eres demasiado sensible». Su indiferencia me destrozaba.
**La decisión que me salvará**
Ayer lo decidí: pido el divorcio. Tengo miedo—nunca imaginé que a los veintisiete años estaría sola, con el corazón roto y los sueños hechos pedazos. Pero da más miedo quedarme con alguien que me destruye. No quiero vivir con el temor de que el siguiente empujón sea peor. No quiero despertar pensando que mi vida es un error.
Mis amigas me apoyan, aunque algunas, como mi madre, insisten: «Piénsalo, tal vez cambie». Pero yo sé que Álvaro no cambiará. Se quitó la máscara, y vi lo que era en realidad. Merezco más—amor, respeto, seguridad. Aunque me quede sola, aunque murmuren a mis espaldas, elijo mi dignidad.
**Un paso hacia lo desconocido**
El divorcio no es el final, sino un comienzo. Sé que encontraré la fuerza para reconstruir mi vida. Quizá retome mi sueño de ser diseñadora, o viaje para sanar. Soy joven, y el tiempo está de mi lado. Este dolor es el precio de mi libertad, y estoy dispuesta a pagarlo. Álvaro creyó que podría quebrarme, pero se equivocó. No soy su víctima—soy una mujer que sabe lo que vale.
Esta historia es mi grito por la dignidad. Me casé por amor, pero me voy con determinación. Si el primer día del año fue una pesadilla, al menos me dio claridad. No permitiré que nadie me empuje jamás—ni de la cama, ni de mi propia vida.
Elijo salvarme a mí misma.