CUANDO ME CONVIERTA EN GATO

Cuando me convierta en gata…

Víctor subió con dificultad a su piso. Se detuvo un momento. La pierna que se rompió hace cinco años seguía sin dejar de dolerle por completo. Abrió la puerta, entró en el oscuro pasillo del piso, cerró la puerta y se quedó un momento en la penumbra.

Hace tanto tiempo. Hace tanto tiempo que al cruzar la puerta ya había luz en casa. Víctor sonrió sin querer. Le encantaba abrir la puerta con su propia llave, quería hacerlo sin que se dieran cuenta para luego acercarse sigilosamente a Luisita y besarla, pero ella siempre adivinaba su llegada, aunque estuviera ocupada en la cocina.

“¿Por qué otra vez no llamaste?” era lo que siempre parecía decir su cara adornada de pecas. Víctor abría los brazos, se inclinaba y la besaba en su naricilla llena de pecas. “Desnúdate, lávate las manos”, le decía ella con un tono severo, pero sus ojos reían. Víctor gimió sordamente, regresando de los cálidos recuerdos al tedioso ahora. Se quitó la chaqueta y se sacó los zapatos. Luego los colocó cuidadosamente. Se cambió de ropa, se lavó las manos, cumpliendo el ritual de siempre. Fue a la cocina y se sentó en el taburete. Debía cenar, pero no tenía ganas ni había nada preparado.

Antes podía abrir rápidamente la nevera y coger un trozo de queso o chorizo, o una empanadilla. Y esquivar a su esposa, que protestaba diciendo: “¡Víctor! ¡Pareces un niño! ¡Espera un poco!” E intentaba golpearlo con un trapo. Víctor se apartaba juguetonamente. Ambos reían…

El hombre recorrió con la mirada la oscura cocina. No había encendido la luz. Todo lo que necesitaba lo veía así. Abrió la nevera: unos huevos, pan. En el congelador había mantequilla y un pollo. Víctor sabía cocinar. Aprendió antes de casarse, cuando vivía en una residencia de estudiantes. Pero no le apetecía encender la luz y ver la cocina con los muebles que habían elegido juntos.

Cerró la puerta del frigorífico sin haber comido nada y se fue al salón, dejándose caer pesadamente en el sofá. ¿Dormir? Era muy pronto. Podía acostarse, pero sabía que no dormiría y daría vueltas hasta medianoche. ¿Ver la televisión? ¿Para qué? Se sentó en el sofá y sus pensamientos lo llevaron a los recuerdos de nuevo.

La boda. Su primer Año Nuevo. Un día antes, Víctor había traído un pequeño pino. “¿Y los adornos?” – preguntó su esposa. No tenía. Terminó la universidad, empezó a trabajar, se dio cuenta de que con el sueldo de ingeniero no compraría un piso, así que renunció. Trabajó en su profesión, ahorró, compró y renovó un piso. Pero nunca llegó a comprar adornos.

Ella rió divertida. “Espera”. Trajo nueces y papel de aluminio de la cocina. Luisita envolvía cuidadosamente las nueces en papel, les ponía un ganchito y pronto el pino estaba decorado. “Mi abuela lo hacía así en el pueblo”, explicó. Luego compraron adornos, pero algunas de esas primeras nueces aún estaban en el aparador.

Víctor miró hacia el jarrón entre sombras y de repente se estremeció por el sonido estridente del teléfono. Se quedó congelado, pensando que lo imaginó. Pero el teléfono de su esposa siguió sonando y hasta vibraba un poco contra el cristal grueso. No podía ser. ¡Ningún teléfono puede mantener carga durante cinco años! Pero el timbre continuaba.

De golpe, Víctor se levantó, sintió dolor en su pierna y se acercó al aparador. Tomó el teléfono y, llevándolo a su oído, preguntó: “¿Hola? ¿Quién es?”. La llamada cesó. No escuchó una voz, pero tampoco silencio; se oía una respiración. “¿Luisita?” preguntó titubeante, pensando que estaba perdiendo la cabeza. Y de repente escuchó una música, y luego las palabras de una vieja canción: “…quizás en la próxima vida, cuando me convierta en gata…”.

Víctor apartó el teléfono de su oído. Lo miró. La línea se repetía y repetía, pero no tenía el valor de apagar un aparato que no podía funcionar. Y de repente, un segundo “de repente” de la noche, oyó un quejido. Si su televisor hubiera estado encendido, ni habría reparado en aquel maullido. El grito era real, pero muy débil, llegaba desde el portal. Era un gatito.

El teléfono enmudeció en cuanto escuchó la llamada de auxilio. Víctor miró el aparato sin vida, lo colocó de vuelta en el jarrón y se dirigió al pasillo. Allí, finalmente, encendió la luz y cerró los ojos. Esperó un minuto a que sus ojos se adaptaran y escuchó. No se oían más sonidos tras la puerta. ¿Todo había sido una ilusión? ¿La llamada? ¿El maullido? Y no cualquier maullido. Un desgarrador llamado.

Víctor abrió la puerta de golpe. Sobre la alfombra había un pequeño gatito. Naranja. Naranja como las pecas en el rostro de Luisita. Como los rizos ardientes de su esposa, atropellada en el paso de peatones hace cinco años.

Víctor se agachó y levantó al gatito. Abrió su pequeña boca y maulló débilmente. Apenas le quedaban fuerzas. Víctor estaba de pie, paralizado. El gatito maulló de nuevo, pidiendo ayuda. “¡Ay, qué tonto soy! ¡Aquí parado!”. Cerró la puerta de un golpe y corrió a la cocina. Encendió la luz, puso al gatito en la mesa. Cogió una toalla y lo envolvió.

¿Qué podía hacer? Nunca había tenido gatitos, y menos aún tan desnutridos. Tiene sed, pensó. Vertió agua en un platillo y lo colocó junto al gatito, pero este no podía levantarse solo. Víctor comenzó a darle de beber cuidadosamente con una cucharilla. Derramó mucha, pero algo le llegó al pequeño hocico.

¿Qué más? Víctor cogió el teléfono. ¡Qué bueno es tener internet!

En media hora ya sabía qué hacer. “Espera aquí un momento”, le dijo al gatito, envolviéndolo con la toalla en un barreño donde antes hacían carne picada. Víctor corrió al supermercado más cercano, que aún estaba abierto, por leche y comida. Al regresar, se asesoró nuevamente en línea y comenzó a dar de beber y alimentar al pequeño encontrado. También descubrió que quien había acudido en su auxilio era una gatita.

¡Una gata! “Quizás en la próxima vida, cuando me convierta en gata…”, recordó Víctor. Miró al gatito, que, después de sus torpes cuidados, parecía un poco mejor, y lo llevó al sofá. “Mañana iremos al veterinario y haremos lo que nos diga el doctor para que te recuperes. Te bañaré. Pero ahora duerme, Luisita…”

Rate article
MagistrUm
CUANDO ME CONVIERTA EN GATO