**Cuando mamá se marcha al mar: cómo una mujer que vivió para otros decidió elegirse a sí misma**
—Javier, por favor, pasa a por pan— la voz de Isabel Martínez temblaba como cristales rotos bajo los pies. —Hay hielo en la calle, tengo miedo de caerme…
—Mamá, ¿en serio?— Alejandro resopló sin levantarse del sofá. —Vengo del turno de noche, acabo de sentarme. Laura y yo íbamos a ver una película. ¿Quieres que descanse o no?
—Hijo… es que de verdad no puedo…— susurró ella, apretando el auricular.
—Mamá, ¡pareces de otra época! ¡Existen las aplicaciones de reparto! ¡Aprende a usarlas de una vez!
—Me lío con esos móviles… ¿Puedes pedirlo tú?
—Ahora voy conduciendo, no es momento. Pídeselo a Ana.
—Ya lo hice… Tiene una reunión.
—Vale— gruñó Alejandro—. Cuando llegue a casa, te llamo y me dices qué necesitas.
—Bien, esperaré— murmuró Isabel. Pero ni en una hora ni en dos sonó el teléfono. Ella llamó una y otra vez: tonos de espera y silencio. Al final, fue el vecino, Luis Alonso, quien la ayudó: pidió la compra por una app y le explicó cómo recibirla.
Mientras guardaba los alimentos, Isabel sintió un peso en el pecho. ¿Por qué esta vida? ¿Por qué, cuando necesitaba ayuda, no estaban aquellos por los que lo dio todo?
Había sido una buena madre. Se quedó viuda cuando Alejandro tenía dieciséis y Ana, once. Los crió sola. Trabajó como contable y de limpiadora por las noches. Su madre y su suegra la ayudaron hasta que fallecieron, y entonces todo cayó sobre sus hombros.
El piso de su padre fue para Ana. El de su madre, para Alejandro. Para ella, nada. Todo para ellos. Estudios, bodas, nietos… Todo lo cargó sin quejarse. Pensaba: *”Ellos tendrán futuro. Ellos estarán bien”*.
Los llevó a actividades, les ayudó con los deberes, lavó, cocinó, cargó bolsas de la compra, les cuidó cuando enfermaron. Y ahora… era invisible. Como un mueble viejo: siempre ahí, pero nadie lo ve.
Cuando Ana le pedía que cuidara de su perro, *Lolo*, Isabel lo sacaba bajo la lluvia o el frío. Cuando Alejandro dejaba a su nieto los fines de semana, ella pasaba las noches en vela. Nunca pidió nada a cambio.
Pero cuando ella enfermó, fue Luis quien le trajo las pastillas. Sus hijos pasaron diez minutos en el hospital. Ana frunció el ceño:
—Mamá, sabes que los hospitales me dan miedo…
—A nadie le gustan, cariño…
—Tú recuperate y luego hablamos.
Alejandro tampoco se quedó: *”Laura está agotada, tengo que ayudar con el niño”*. Ni un abrazo, ni un momento junto a ella. Nada.
Y hoy… El hielo crujiendo bajo sus pies le recordó que envejecía. Podía caerse, y nadie vendría. Nadie.
De pronto, recordó aquel verano. Tenía treinta años. Alejandro era pequeño, Ana no había nacido. Un balneario en Almería. Calor, silencio, nadie la molestaba. Entonces no había móviles. Solo ella y el mar. Fue feliz.
Pasaron treinta años.
Y nunca más vivió para sí misma.
Esa noche, acostada, se preguntó: ¿qué la ataba? Sus hijos tenían sus vidas resueltas. Ni gratitud ni cariño. Solo exigencias. ¿Y ella? ¿Acaso no era persona?
Por la mañana, preparó un té, sacó un cuaderno y escribió: *”Vender el piso. Comprar una casa en la costa. Vivir para mí”*.
Encontró una agente inmobiliaria rápido— una amiga le recomendó a Carmen. Vendió el piso en un mes. El dinero, en su cuenta. Los papeles, listos.
Cuando todo estuvo hecho, llamó a sus hijos.
—¿Qué pasa?— Alejandro frunció el ceño—. Acabo de llegar del trabajo.
—Mamá, quedé con un compañero— Ana miró el reloj—. ¿Es urgente?
—Sí. Tengo que deciros algo.
—Dilo— bufó Ana—. Pero rápido. Tengo una reunión. Ah, y este fin de semana te dejamos a *Lolo*.
—No podré— dijo Isabel con calma.
—¿Y eso?
—Me voy.
—¿Adónde?— gritaron al unísono.
—A Almuñécar. Compré una casa junto al mar. Viviré allí.
Silencio. Luego, Alejandro soltó una risa:
—Mamá, qué fantasiosa. ¿Con qué dinero?
—He vendido el piso.
—¿¡QUÉ!?— Ana se irguió—. ¿¡Sin consultarnos!?
—Siempre estáis ocupados. No teníais tiempo para mí.
—¿Y qué harás allí? ¿Sola?
—Me las arreglaré. Ahora todo es mío: mi casa, mi mar, mi vida.
—¿No pensaste en nosotros?— chilló Ana—. ¡Creíamos que el piso sería nuestro!
—Yo también creí que vosotros seríais mi apoyo. Me equivoqué. Os quiero, hijos. Pero ahora me elijo a mí.
Se marcharon. Furiosos, atónitos. Y ella se quedó… sola. Pero, por primera vez en treinta años, esa soledad no daba miedo. Era libertad.
Una semana después, estaba en la terraza de su nueva casa, respirando aire salado y acariciando el borde de la ventana. Calor. Silencio. Libertad.
A veces, para volver a sentirte vivo, solo hay que marcharse. Irse de quienes no te valoran. Volver a ti. Al mar. A la vida.
**Lección aprendida:** Dar todo por los demás no garantiza que den nada a cambio. Pero elegirse a uno mismo… eso sí que llena el alma.