Cuando mamá se va al mar: cómo una mujer que vivió para otros eligió a sí misma

Cuando mamá se va al mar: cómo una mujer que vivió para los demás decidió elegirse

—Javier, por favor, pasa a por pan —la voz de Valentina Martínez temblaba como cristales bajo los pies—. Hay hielo en la calle, no creo llegar…

—Mamá, ¿en serio? —Alejandro puso los ojos en blanco sin levantarse del sofá—. Vengo del turno de noche, acabo de llegar. Laura y yo íbamos a ver una peli. ¿Quieres que descanse, no?

—Hijo… de verdad no puedo… —susurró ella, apretando el teléfono.

—Mamá, ¡esto parece del siglo pasado! ¡Hay reparto a domicilio, aplicaciones, todo está hecho para la gente! ¡Aprende a usarlas de una vez!

—Me lío con esos aparatos… ¿Puedes pedirlo tú?

—Ahora voy conduciendo, no es buen momento. Pídeselo a Irene.

—Ya lo hice… Tiene reunión.

—Vale —refunfuñó Alejandro—. Cuando llegue a casa, llamo. Me dirás qué necesitas.

—Bien, esperaré —musitó Valentina Martínez. Pero ni a la hora ni a las dos hubo llamada. Ella marcó —solo sonó el tono, luego silencio. Al final, el vecino Antonio López la ayudó: pidió por la app y le entregó todo.

Mientras guardaba la compra, Valentina sintió un peso en el pecho. ¿Por qué esa vida? ¿Por qué, cuando necesitaba ayuda, no estaban aquellos por los que había vivido?

Ella fue buena madre. Quedó viuda cuando Alejandro tenía dieciséis e Irene, once. Los crió sola. Trabajó como contable y por las noches, de limpiadora. Su madre y su suegra la apoyaron hasta que se fueron, y todo cayó sobre sus hombros.

El piso del abuelo, para Irene. El de su madre, para Alejandro. Para ella, nada. Todo para ellos. Estudios, bodas, nietos… todo sobre sus espaldas. Y nunca se quejó. Pensó: “Al menos tendrán futuro. Les irá bien”.

Los llevó a actividades, corrigió deberes hasta tarde, lavó, cocinó, cargó bolsas de la compra, cuidó enfermos, preparó caldos. Y ahora… era nadie. Solo un mueble en la cocina, presente pero invisible.

Si Irene pedía que cuidara al perro, Valentina lo paseaba con frío o lluvia. Si Alejandro dejaba al nieto el fin de semana, ella no dormía. Y nunca pidió nada a cambio.

Pero cuando enfermó, fue Antonio López quien le trajo las pastillas. Sus hijos estuvieron diez minutos en el hospital. Irene frunció el ceño:

—Mamá, ya sabes que los hospitales me dan miedo…

—A nadie le gustan, cariño…

—Tú mejórate, luego hablamos.

Alejandro también se fue rápido: “Laura está agotada, tengo que ayudar con el niño”. Ni un abrazo, ni quedarse un rato. Nada.

Y hoy… El hielo crujiendo bajo sus pies le recordó: estaba envejeciendo. Podía caerse en cualquier momento y nadie vendría. Nadie.

De pronto recordó aquel verano. Tenía treinta años. Alejandro era pequeño, Irene ni había nacido. Un balneario en Almería. Calor, silencio, nadie la molestaba. Entonces no había móviles. Solo ella y el mar. Era feliz.

Casi treinta años después.

Y no había vuelto a vivir para sí misma.

Esa noche, en la cama, pensó: ¿qué la retenía? Sus hijos tenían sus vidas, sus casas. Ni gratitud ni cariño. Solo exigencias. ¿Y ella? ¿Acaso no era persona?

A la mañana siguiente, preparó café, sacó una libreta y escribió: “Vender el piso. Comprar una casa frente al mar. Vivir para mí”.

Encontrar una inmobiliaria fue rápido —una amiga le recomendó—. Vendió el piso en un mes. Dinero en el banco. Todo en regla.

Cuando estuvo listo, llamó a sus hijos.

—¿Qué pasa? —preguntó Alejandro, ceñudo—. Acabo de salir del trabajo.

—Mamá, tengo una reunión con un colega. ¿Es urgente?

—Sí. Tengo algo que decirles.

—Pues dilo —refunfuñó Irene—. Pero rápido. Tengo una cita. Ah, y este fin de semana te dejamos a Lucas.

—Esta vez no —dijo Valentina con calma.

—¿Cómo que no?

—Me voy.

—¿Adónde? —preguntaron al unísono.

—A Cádiz. Compré una casa frente al mar. Viviré allí.

Silencio. Alejandro soltó una risa:

—Mamá, qué imaginación. ¿Con qué dinero?

—He vendido el piso.

—¿¡QUÉ!? —gritó Irene—. ¿¡Sin consultarnos!?

—Siempre estáis ocupados. No tenéis tiempo para mí.

—¿Y cómo vas a vivir sola?

—Me las arreglaré. Ahora todo es mío. Mi casa, mi mar, mi vida.

—Mamá, ¿no pensaste en nosotros? —chilló Irene—. ¡Creíamos que el piso sería nuestro!

—Yo también creí que seríais mi apoyo. Pero me equivoqué. Adiós, hijos. Os quiero. Pero ahora me elijo a mí.

Se fueron. Furiosos, atónitos. Y ella se quedó… sola. Pero por primera vez en treinta años, esa soledad no daba miedo. Era libertad.

Una semana después, estaba en el porche de su nueva casa, respirando aire salado y acariciando el alféizar. Calor. Silencio. Libertad.

A veces, para volver a sentirte viva, solo hay que marcharse. Irse de quienes no te cuidan. Irse hacia ti. Hacia el mar. Hacia la vida.

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Cuando mamá se va al mar: cómo una mujer que vivió para otros eligió a sí misma