Cuando llegó Alegría
Era una noche fría de marzo, y Javier volvía a casa como siempre después del turno en la fábrica. Caminaba desde el trabajo, recorriendo el mismo barrio silencioso, el patio vacío, aquella farola que siempre parpadeaba en la entrada del edificio. Todo estaba en calma, como si el vecindario se hubiera quedado sin vida: ni voces, ni pasos, ni coches. Solo el viento moviendo las ramas secas del arbusto junto a la pared.
Ya tenía las llaves en la mano cuando lo sintió: ese olor dulzón, barato, que le trajo un recuerdo de golpe. El olor del pienso para gatos. De repente, se vio otra vez de niño en el pueblo de Ávila, en el cobertizo de su abuela, con tres gatos salvajes y esos cuencos llenos de comida grisácea. Se giró bruscamente.
Allí estaba ella.
Flaca, tricolor, con una oreja rota y unos ojos enormes, casi humanos. Lo miraba fijamente, sin miedo ni súplica. En esa mirada había algo dolorosamente consciente. Como si supiera quién era él. Como si supiera por qué había venido.
Javier se quedó inmóvil. Unos segundos mirándola. Luego abrió la puerta. El gato no se movió. Solo agitó la cola, lenta, perezosa, como dándose tiempo para decidir.
Él miró hacia atrás.
—Bueno… si quieres, pasa.
Entró. Sin dudar. Sin mirar alrededor. Firme, como si ese lugar hubiera sido siempre su destino.
Javier nunca había tenido mascotas. No es que no le gustaran, pero nunca se creyó capaz de cuidar de algo. Cuidar no es solo dar de comer y poner un cuenco, es responsabilidad, cariño, calor. Y él creía que ya no le quedaba nada de eso. Vivía solo, tenía treinta y cinco años. Quince de ellos trabajando en la misma siderúrgica. Después del divorcio con Isabel, apenas hablaba con nadie: cuatro palabras en el supermercado, alguna frase en el trabajo. Lo demás era silencio, la radio de fondo, la luz tenue de la lámpara y un plato de comida.
Se rendía. Sin drama. Sin clamores. Simplemente se iba apagando, poco a poco.
Y el gato lo cambió todo.
Al principio, solo estaba ahí. Luego empezó a despertarlo, subiéndose a su pecho, mirándolo con esos ojos que no cedían hasta que él se levantaba. Iba a la cocina, le llenaba el agua, le ponía comida. Poco a poco, el pienso fue siendo mejor. Luego un cuenco con patas de goma. Después una alfombrita.
Y entonces, empezó a hablarle.
No con un “mishi-mishi”, sino de verdad. Con preguntas, con pausas, como si conversaran. Ella escuchaba. Se sentaba a su lado, movía las orejas, parpadeaba en el momento justo. Y a él le parecía que entendía. En su silencio no había indiferencia. Había atención.
Empezó a volver antes a casa. Por primera vez en años, cocinaba: sopa, pasta, unos huevos fritos. Ponía música. A veces leía en voz alta. A ella le encantaba. Se tumbaba en el alféizar, enroscando la cola alrededor de sus patas. Y él sintió que el silencio ya no pesaba. Que el piso había dejado de ser un refugio frío para volver a ser un hogar.
Hasta que un día se sorprendió pensando:
—Estoy viviendo. No solo sobreviviendo. Vivo.
Y todo por ella.
Pasaron seis meses. Era primavera, el aire traía polvo y frescura. Hasta que, de repente, desapareció. Salió como siempre al atardecer… y no volvió.
Al principio no se preocupó—los gatos son así. Luego le entró el miedo. Luego, la desesperación. Recorrió todo el barrio. Miró bajo los coches, preguntó en los portales, revisó cada rincón. Puso carteles, llamó a protectoras. Hasta habló con vecinos con los que no cruzaba palabra desde hacía años.
Nada.
El silencio volvió. Pero ahora era distinto. Vacío. Temible. Volvió a llegar tarde. Dejó de comer. La música ya no sonaba. Solo se sentaba en la cocina con una taza, mirando por la ventana negra donde solo se reflejaba él mismo. Todo había vuelto al principio. La soledad. El silencio. Solo que ahora sabía cómo podía ser distinto. Y eso dolía el doble.
Pasaron más de dos semanas.
Una tarde, volviendo del trabajo, escuchó:
—Señor, ¿esta es su gata?
Se giró. Una niña de unos diez años, con una chaqueta roja, sostenía en brazos algo sucio, enmarañado… pero suyo. No se equivocaba. Era ella.
—Llegó a mi casa hace una semana —dijo la niña—. La he estado alimentando. Pero hoy salió tras usted. La seguí. Parecía que lo buscaba.
Javier contuvo la respiración. Alargó las manos con cuidado. Ella no forcejeó. Solo apoyó la cabeza en su barbilla y ronroneó. Y él cerró los ojos para que no se le notaran las lágrimas.
—Gracias —susurró—. ¿Cómo te llamas?
—Lucía —dijo la niña—. ¿Y ella?
Entonces cayó en la cuenta: la gata no tenía nombre. Nunca la había llamado de una forma especial. Simplemente estaba ahí. Era parte de todo.
Miró a Lucía, luego a la gata. Y sonrió:
—Alegría.
—Qué bonito —respondió la niña—. Le queda bien.
Ahora veía a Lucía a menudo en el parque. A veces se sentaban en un banco, hablaban del cole, de películas, de la gata que una vez robó un trozo de salchicha del plato. Otras veces solo se saludaban de lejos, pero había algo sincero en ese gesto. Algo cálido.
Y la gata dormía en el alféizar. O saltaba sobre los cojines. O se acomodaba en su regazo mientras él leía en voz alta. A veces le contaba cosas que no compartía con nadie. De la vida. De la soledad. De Isabel. Del miedo. Y ella escuchaba. Callada. Sin dar consejos.
Y cuando en algún momento rozaba su frente con suavidad, él sabía: estaba ahí. Era Alegría.
Y él volvía a vivir. Sin miedo. Sin esconderse. Notaba el amanecer, saboreaba el pan, olía la madera mojada en abril. Volvía a estar en el mundo. Consigo mismo. Con ella.
Con Alegría.