Cuando Llegó la Alegría

**Cuando llegó Alegría**

Era una noche fría de marzo, y Javier volvía a casa después de su turno en la fábrica, como cada día. Caminaba bajo la luz mortecina del único farol del patio, rodeado de silencio, como si todo el barrio estuviera dormido. Solo el viento mecía las ramas secas de un arbusto junto a la pared.

Sacó las llaves del bolsillo, pero entonces lo invadió un olor familiar, dulzón y barato, ese que le recordaba a la infancia en la casa de su abuela en Toledo, con sus gatos callejeros y los platos de comida grisácea. Se dio la vuelta de golpe.

Allí estaba.

Una gata tricolor, delgada, con una oreja rota y unos ojos enormes, casi humanos. Lo miraba sin miedo, con una expresión serena, como si ya lo conociera, como si supiera por qué había venido. Javier se quedó paralizado. Durante unos segundos, solo la observó. Después, abrió la puerta. La gata no se movió. Solo agitó la cola con pereza, como si estuviera dándole tiempo para decidirse.

Finalmente, él suspiró.

—Bueno… si quieres, pasa.

Entró sin dudar, con la seguridad de quien llega a donde debe estar.

Javier nunca había tenido mascotas. No por falta de cariño, sino porque no se creía capaz de cuidar de nadie. El cariño era más que comida y un cuenco de agua: era responsabilidad, constancia, calor. Y él, a sus treinta y cinco años, estaba seguro de que ya no le quedaba nada de eso. Vivía solo. Quince años en la misma fundición, una vida monótona tras el divorcio con Marta. Hablaba poco, solo lo necesario en el supermercado o con los compañeros del trabajo. El resto era silencio, la radio de fondo, una bombilla que apenas iluminaba y el plato de comida en la mesa.

Se estaba apagando. Sin aspavientos. Poco a poco.

Hasta que ella llegó.

Al principio, solo estaba allí. Pero luego empezó a despertarlo, subiéndose a su pecho, mirándolo con esos ojos que parecían entenderlo todo. Sin decir nada. Hasta que él, vencido, se levantaba a llenarle el cuenco. Poco a poco, el piado barato fue cambiando por uno mejor. Luego llegó un comedero con patas de goma. Después, una alfombrilla.

Y entonces, empezó a hablarle.

No con un simple «michi», sino de verdad. Con preguntas, tonadas, pausas. Ella escuchaba. Movía las orejas, parpadeaba en el momento justo. Y él estaba seguro: lo entendía. En su silencio no había indiferencia, sino atención.

Empezó a volver antes a casa. Retomó la cocina —sopa, macarrones, tortillas—. Puso música. A veces, le leía en voz alta. A ella le encantaba, se arremolinaba en el alféizar, la cola rodeando sus patas. La casa dejó de ser un refugio frío y volvió a ser un hogar.

Hasta que un día, se dio cuenta:

—Estoy viviendo. No solo existiendo. Vivo.

Y todo empezó con ella.

Pasaron seis meses. Llegó la primavera, el aire olía a tierra mojada. Y, de repente, desapareció. Salió como siempre al atardecer y no regresó.

Al principio, no se preocupó —los gatos son así—. Pero luego la buscó. Revisó cada rincón del barrio, miró bajo los coches, pegó carteles, llamó a protectoras. Incluso habló con vecinos con los que no cruzaba palabra desde hacía años.

Nada.

El silencio volvió, pero ahora era distinto. Pesado. Javier regresaba tarde, dejaba los platos sin tocar, se sentaba en la cocina, observando su reflejo en la ventana negra. Sabía lo que era tener compañía y, ahora que la había perdido, el vacío era aún más frío.

Hasta que, dos semanas después, algo cambió.

—¡Señor! ¿Es suya?

Una niña de unos diez años, con una chaqueta roja, sostenía en brazos a algo sucio, con el pelaje opaco… pero inconfundible. Era ella. Su gata.

—Llegó a mi casa hace una semana —explicó la niña—. La he estado alimentando. Pero hoy salió tras usted. La seguí. Está buscándolo.

Javier contuvo la respiración. Extendió las manos con cuidado, y la gata se dejó tomar, refregando su cabeza contra su barbilla. Él cerró los ojos para que no le vieran llorar.

—Gracias —musitó—. ¿Cómo te llamas?

—Carla —respondió la niña—. ¿Y ella?

Se dio cuenta de que nunca le había puesto nombre. Simplemente estaba allí, como parte de su vida. Miró a la niña, luego a la gata. Y sonrió:

—Alegría.

—Es bonito —dijo Carla—. Le queda bien.

Desde entonces, Javier y Carla se veían a menudo en el parque. Hablaban del colegio, de películas, de la gata que una vez robó una salchicha del plato. A veces, solo se saludaban desde lejos, pero ese gesto bastaba para sentirse acompañado.

Mientras tanto, Alegría dormitaba en el alféizar, saltaba sobre los cojines o se acurrucaba en su regazo cuando él le leía. A veces, Javier le contaba cosas que no compartía con nadie. Del pasado. Del miedo. De Marta. Ella escuchaba. Sin juicios. Sin respuestas. Y cuando apoyaba su cabeza suavemente en su hombro, él lo sabía: estaba allí.

Era Alegría.

Y él, por fin, vivía. Sin esconderse. Notando el sabor del pan fresco, el olor de la lluvia en abril. Volvía a estar en paz. Con el mundo. Consigo mismo.

Con ella.

Con Alegría.

**Lección aprendida:** A veces, la felicidad llega en formas pequeñas y peludas. Solo hay que dejar que entre.

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Cuando Llegó la Alegría