**Cuando las manos recuerdan la vida**
En la sala de guardia reinaba un silencio inusual, frío y cortante. La matrona jefa, Antonia Martínez, estaba sentada con los ojos llorosos, mirando fijamente una taza vacía. Varias tazas de colores con café frío estaban dispersas, como abandonadas en medio del ajetreo.
Pero lo peor no era eso. Era la mesa. Aquella mesa que siempre brillaba por su orden impecable: carpetas alineadas, bolígrafos, clips, todo como un reloj. La mesa del hombre-leyenda, del doctor Arcadio Serrano, nuestro “Serranito”. Hoy era irreconocible. Su escritorio estaba cubierto de papeles pisoteados, historias clínicas garabateadas, mascarillas arrugadas, envoltorios de medicamentos, vasos de plástico, cintas, gasas…
El propio Serranito estaba allí, cabizbajo, la mirada perdida. Sus manos temblaban—esas mismas manos que durante años habían hecho milagros en el quirófano. Grandes, fuertes, con dedos cortos, feas pero mágicas. Con ellas había salvado a madres, sacado a niños cuando parecía no haber esperanza. Nunca—jamás—había visto temblar esas manos.
—Llegó una queja… —susurró Antonia, acercándose a mi oído—. Alguien importante, de arriba. Los jefes gritaron: “Es un jubilado, ¿hasta cuándo?” Se acabó. —Su voz se quebró—. Le dijeron: “A jubilarse”.
…Hace más de veinte años.
Yo acababa de terminar la residencia. Estaba de guardia con Diego, mi compañero de carrera. Un parto difícil, el quinto, el bebé en posición transversa, el tiempo se agotaba. Intentaba palpar la cabeza, pero estaba de lado, apenas la alcanzaba. Diego sostenía el vientre, tratando de estabilizarlo. Ambos empapados en sudor, las manos resbaladizas, el corazón en la boca…
Y entonces entró él—Serranito. Sin prisas, se puso los guantes. Con un solo movimiento, suave y preciso, como un director que marca un compás, buscó los pies del bebé a través de la bolsa amniótica y, con un pujo, los sacó. En el segundo, ya tenía a la recién nacida en sus brazos. Una niña. Lloró al instante. Estaba viva.
—Podría haber sido un desgarro —dijo en voz baja—. La responsabilidad habría sido mía. La obstetricia no es heroísmo. Es conocimiento. Lean libros, jóvenes.
Y leímos. No había internet entonces. Pero estaba la mesa de Serranito. Y debajo, esos libros que no se encontraban en bibliotecas ni en tiendas.
…Hace quince años.
Noche. Parto prematuro, hemorragia masiva. No salvamos al bebé… La madre al borde, yo en pánico. En la sala de fumadores, encendía un cigarrillo con dedos trémulos. Serranito se acercó, me lo quitó en silencio, tiró mi café frío al fregadero y me pasó su termo.
—Es una infusión. Con miel de Andalucía. Una mujer me la envía cada año. Bebe despacio. Y trata de dormir. Así es esto. Si te desgarras el corazón en cada caso, no alcanzarás la siguiente guardia.
Me acosté. Me cubrió con una manta, apagó la luz y cerró la puerta sin hacer ruido.
…Hace diez años.
Yo era ya la médico senior de guardia. Serranito se había quedado tarde, terminando un informe, y vino a despedirse. En la sala de partos, la madre pujaba sin avance, la cabeza del bebé alta. De pronto, bradicardia. El niño se moría. No daba tiempo al quirófano. La solución: fórceps altos.
Administré la anestesia, pero las cuchillas no encajaban. Mi mente en blanco, las sienes latiendo, las manos heladas. Entonces, una voz serena tras de mí:
—Pasa. Aléjate un momento…
¿Cuándo se había cambiado con esterilidad? Me apartó con delicadeza, ajustó las cuchillas con sus dedos. Listo—encajaron. Seguí yo. Él solo estaba ahí, apoyando. Luego dijo:
—Me voy. Otra vez tarde. Hasta mañana.
…Hace tres años.
—¿Ves esta rosa? —dijo, ajustando sus gafas—. Estaba seca, ahora mide un metro. ¡Y el color! Amarillo pálido con bordes anaranjados. ¿Has visto cómo puede florecer la vida?
Estábamos en su casa de campo. Su paraíso. Donde los cerezos daban fruto por tercer año. Donde él amasaba empanadillas de cereza, con masa fina, hechas por sus propias manos.
—Lástima que te vayas. Los nietos vienen dos meses. Y tú… —me miró, y en sus ojos no había dolor ni rencor—. Claro que echo de menos. Pero ahora duermo. ¿Te imaginas? Como una persona normal. Los primeros meses me despertaba asustado, creyendo que era una urgencia. Luego no podía dormir porque ya no sabía cómo. Pero ahora… ahora vivo. Respiro. Y quizá, por primera vez, sé lo que es ser solo un hombre. No un médico. Solo un abuelo. Con rosas. Con nietos. Con su casa.
Se calló, se levantó. Al pasar junto al arbusto, arrancó con disimulo una hoja amarillenta. Un gesto, dos dedos. La rosa ni se inmutó. Solo el sol acarició sus pétalos. Y quedó claro—sus manos aún recordaban cómo salvar. Solo que ahora salvaban el silencio. El jardín. La vida.