La sala de residentes estaba sumida en un silencio inusual, agudo como cristal roto. La matrona jefa, Antonia Herrera, tenía los ojos hinchados de llorar y no apartaba la mirada de la taza vacía. Varias tazas de café frío, de colores diversos, estaban desperdigadas, abandonadas en el apuro.
Pero lo peor no era eso. Era la mesa. Aquella mesa que siempre había brillado por su orden impecable: carpetas alineadas, bolígrafos, clips, todo en su sitio. La mesa del hombre leyenda: Eduardo “Lalo” Serrano. Ahora era irreconocible. Papeles arrugados, historiales clínicos manchados, mascarillas usadas, envases de medicamentos, vasos de plástico, cintas, gasas…
Lalo estaba sentado, la cabeza gacha, mirando la nada. Sus manos temblaban —esas manos que durante años habían hecho milagros en el quirófano. Grandes, fuertes, con dedos cortos, poco elegantes, pero mágicas. Esas mismas manos habían salvado madres, rescatado bebés cuando ya no había esperanza. Nunca, jamás, las había visto temblar.
—Llegó una queja… —susurró Antonia, acercándose como si temiera ser escuchada—. Alguien importante, de arriba. Los jefes gritaron: «Es un jubilado, ¿hasta cuándo?». Se acabó. —Su voz se quebró—. Le han dicho: «A la jubilación».
…Hacía más de veinte años.
Yo acababa de terminar la residencia. Estaba de guardia con Javier, mi compañero de universidad. Un parto difícil: quinto embarazo, bebé en posición transversal, poco tiempo. Palpaba la cabeza del bebé, pero estaba mal colocada, apenas la alcanzaba. Javier sujetaba el vientre, intentando estabilizar la posición. Ambos estábamos empapados en sudor, las manos resbaladizas, el corazón en la garganta…
Y entonces entró él —Lalo. Sin prisa, se puso los guantes con calma. Con un solo movimiento, preciso como un músico que encuentra la nota, palpó los pies del bebé a través de la bolsa amniótica y, con un solo pujo, los sacó. En el segundo, ya tenía a la recién nacida en sus brazos. Una niña. Lloró al instante. Viva.
—Podría haber sido un desgarro —dijo en voz baja—. La culpa habría sido mía. La obstetricia no es heroísmo. Es conocimiento. Lean, jóvenes.
Y leímos. No había internet entonces. Pero estaba la mesa de Lalo. Y debajo, esos libros que no encontrabas en bibliotecas ni en tiendas.
…Quince años atrás.
Noche. Parto prematuro, hemorragia masiva. El bebé no sobrevivió… La madre al borde, yo en pánico. En la salita de fumadores, encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Lalo se acercó, me lo quitó en silencio, tiró mi café frío al fregadero y me alcanzó su termo.
—Es una infusión. Con miel de la Alpujarra. Una mujer me la trae cada año. Bebe despacio. Y trata de dormir. Acostúmbrate. Así es esto. Si te rompes el corazón en cada caso, no llegarás a la siguiente guardia.
Me acosté. Me cubrió con una manta, apagó la luz y cerró la puerta sin hacer ruido.
…Diez años atrás.
Yo era ya la médica senior de guardia. Lalo se había quedado tarde, terminando un informe, y vino a despedirse. En paritorio, una madre empujaba, pero la dilatación era lenta, la cabecita del bebé demasiado alta. De repente, bradicardia. El niño se moría. No daba tiempo a quirófano. La solución: fórceps altos.
Administré la anestesia, pero las cuchillas no cerraban. Mi mente en blanco, el pulso en las sienes, las manos heladas. Y entonces, una voz tranquila a mi espalda:
—Pasa. Apártate un momento…
¿Cuándo se había cambiado con esterilidad? Me apartó suavemente, ajustó con sus manos. Listo. Las cuchillas encajaron. Yo continué. Él solo se quedó allí, apoyándome en silencio. Luego dijo:
—Me voy. Otra vez tarde. Hasta mañana.
…Hace tres años.
—¿Ves esta rosa? —dio, ajustándose las gafas—. Estaba mustia, ahora mide un metro. ¡Y ese color! Amarillo suave con bordes anaranjados. ¿Has visto cómo puede florecer la vida?
Estábamos en su casa de campo. Su paraíso ahora. Donde los cerezos daban fruto por tercer año. Donde preparaba empanadillas de cereza, con masa fina, hechas con sus propias manos.
—Lástima que te vayas. Los nietos vienen dos meses. Y tú… —me miró, y en sus ojos no había ni dolor ni rencor—. Claro que echo de menos. Pero ahora duermo. ¿Te imaginas? Como una persona normal. Los primeros meses me despertaba asustado, pensando que era una urgencia. Luego no podía dormir porque ya no sabía cómo. Pero ahora… ahora vivo. Respiro. Y quizá, por primera vez, entiendo lo que es ser solo un hombre. No un médico. Solo un abuelo. Con rosas. Con nietos. Con una casa.
Calló, se levantó. Y, al pasar junto al rosal, arrancó una hoja mustia con dos dedos. Un gesto rápido, diestro. La rosa ni se inmutó. Solo el sol acarició sus pétalos. Y entonces quedó claro: sus manos aún recordaban cómo salvar. Solo que ahora salvaban el silencio. El jardín. La vida.