Cuando las burlas esconden el mismo origen

Crecí en un pequeño pueblo de Extremadura. Desde niña me acostumbré a la tierra, al trabajo duro, a ganarme las cosas con esfuerzo. No éramos ricos, pero vivíamos con dignidad. Fue entonces cuando aprendí a amar el campo: no como obligación, sino como refugio del alma. Me encanta cavar en la huerta, cultivar tomates, pimientos y hierbas aromáticas. Siento cómo me arraiga, me serena, me devuelve a mí misma. Por eso, al casarme, dije claramente: «Necesitamos una casa con terreno. Si no hay dinero, ahorraremos cada céntimo».

Mi marido, Álvaro, al principio no compartía mi entusiasmo, pero cedió ante mi determinación. Compramos una casita con jardín cerca de Toledo. Todo iba bien… hasta que interfirieron sus padres. Desde el primer día me miraron con desdén. Especialmente mi suegra, Doña Carmen Valdés. Cada visita suya era un ejercicio de humillación elegante.

«¿Otra vez con las berenjenas? Pareces una paleta», soltaba, arrugando la nariz como si oliera estiércol. «Mi hijo no estudió una carrera para acabar jugando al labrador».

Yo callaba, conteniendo el nudo en la garganta. No por vergüenza, sino por incomprensión. ¿Qué daño hacía compartir lo que amaba? Invitaba a participar, no a sufrir. Era vida, no castigo.

Aguanté años. Pensé: «Son urbanitas, no lo entienden. Tienen otros valores». Hasta que descubrí por casualidad algo… no ofensivo, sino ridículo.

Resulta que los padres de Álvaro provenían de la España profunda. Ella, de un pueblo perdido en Castilla y León; él, de una aldea en Andalucía. Sus propios padres aún vivían allí, en casas de piedra con gallinas y huertos. Ellos, tras mudarse a Madrid jóvenes, borraron su pasado como si fuera mancha. Lo ocultaban con tanto empeño que parecían temblar ante su propio reflejo.

Y aún así, ella se permitía escupir comentarios como: «Tu piso parece el trastero de una pastora. Tanta foto antigua, tanto cacharro… Nosotros tenemos diseño moderno: paredes limpias, muebles funcionales, cero trastos».

Pero yo prefería el desorden cálido. Los recuerdos visibles. Lo humano sobre lo estético.

Seguí mordiendo mi lengua. Hasta aquel domingo en la terraza, cuando despreció mi mermelada de ciruela y el pastel de manzana:

«¡Esto parece la merienda de un cortijo!».

Sonreí, sosteniendo su mirada:

«Dicen que puedes sacar a la persona del pueblo, pero no el pueblo de la persona. Aunque no hablaba de mí. Hablaba de usted, Doña Carmen».

Palideció. Un tic le bailó en el párpado. Intentó reírse:

«¿Me lo dices a mí?».

«A los dos. Yo llevo mi origen con orgullo. Usted lo esconde. Ahí está la diferencia».

Desde entonces, el silencio. Ni burlas, ni indirectas. Ahora hasta prueba el membrillo que llevo y pregunta por las alcachofas del jardín.

No guardo rencor, pero duele que quisieran avergonzarme por lo que ellos mismos fueron. ¿Acaso las raíces son motivo de vergüenza? ¿El sudor dignifica solo a los demás?

Soy mujer de tierra. De manos marcadas por la azada y tardes entre tomateras. No cambio mi casa llena de vida por ningún loft aséptico. Porque donde no hay huella humana, no hay hogar. Y el mío late fuerte. Como mi corazón cuando siego el romero al atardecer.

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