Cuando el destino da una segunda oportunidad
—¿Por qué llegas tan temprano?— balbuceó Alejandro, abrochándose la camisa al revés. Pero Marina no escuchaba. Ya estaba en el pasillo, apretando los puños con fuerza, mirando fijamente los zapatos rojos junto a la entrada. No eran cualquiera—eran los zapatos de Inés, su antigua mejor amiga. Los reconoció al instante. Los había visto demasiadas veces en fotos, bajo copas de vino. Pero nunca pensó verlos en su propio piso.
Todo comenzó esa mañana, cuando Marina se sintió mal en el trabajo. Náuseas repentinas, visión borrosa. Primero lo atribuyó al cansancio o los nervios. Pero su compañera de oficina, Ana, inclinándose hacia ella, murmuró:
—¿Estás embarazada o qué?
—No, ¿por qué iba a…?— se defendió Marina, pero algo dentro de ella se encogió. Sabía algo andaba mal. Veinte minutos después, estaba en el baño de la oficina, sosteniendo una prueba con dos líneas claras.
No recordaba cómo llegó al despacho de su jefa. Tampoco cómo salió del trabajo. Solo recordaba una cosa: corriendo hacia casa para contárselo a Alejandro. Quería ver su reacción, abrazarlo, llorar de felicidad. Pero…
Introdujo la llave en el cerrojo, entró y encendió la luz. Lo primero que vio fueron esos zapatos. Unos segundos después, escuchó susurros provenientes del dormitorio. Primero pensó que estaba equivocada. Que era una absurda casualidad. Pero al abrir la puerta, vio a su marido—medio vestido—y a Inés, cubriéndose con las sábanas.
—¿Marina? ¿Qué haces aquí?— tartamudeó él, mientras Inés miraba al suelo sin decir palabra.
Después, todo fue un borrón. Gritos. Lágrimas. Cacharros volando por la habitación. Luego, silencio. Alejarse. Vacío. Marina se quedó sola en el piso destrozado, sentada en el suelo, abrazando su vientre donde latía una pequeña vida.
A los pocos días, tomó una decisión. No quería ningún vínculo con Alejandro. No quería ser madre soltera. Sus padres vivían lejos, y su círculo de amistades acababa de reducirse. Su sueldo no le alcanzaría ni para pañales, mucho menos para una niñera. Así que Marina fue a una clínica privada.
Se sentó frente al consultorio, mirando la pared fijamente. Estaba asustada. No quería a ese bebé… pero al mismo tiempo, lo deseaba como nunca.
—¡Pase!— sonó una voz desde dentro.
Se levantó y entró. Pero al ver al médico, el corazón le dio un vuelco.
—¿Antonio? ¿Eres tú?
Era su compañero del instituto, su primer amor. El chico al que nunca había olvidado. Su beso en la mejilla en la graduación seguía siendo su recuerdo más tierno.
—¿Marina? ¿De verdad eres tú?— Antonio se levantó y la abrazó cálidamente, como a una vieja amiga.
Hablar con él fue como si los veinte años no hubieran pasado. Cuando las emociones se calmaron, Antonio preguntó:
—Pero estás aquí de consulta. ¿Qué te pasa?
Marina, algo avergonzada, le contó la verdad—la traición, el embarazo, su decisión.
—¿Y de verdad quieres deshacerte del bebé?— preguntó Antonio en voz baja.
—Sí… Tengo miedo. No podré sola…