Cuando la vida comienza: la historia de una mujer que finalmente se eligió a sí misma

Hoy me he sentado a escribir en mi diario sobre algo que me ha hecho reflexionar profundamente.

—Mamá, hoy voy al cine con Elena. Estate localizable, ¿vale? —dijo Daniel mientras le daba un beso en la mejilla a Marina.

Cerró la puerta del baño y el sonido del agua corriendo ahogó su suave tarareo de una canción alegre. Marina se acomodó en el sillón junto a la ventana y, como siempre, se quedó mirándolo. Él era feliz. Libre. Ligero.

Todo lo que ella nunca había sido.

De pronto, un destello del pasado atravesó su mente: dieciocho años, enamorada como una niña, casándose con Sergio. En aquel entonces creía que el amor era para siempre. Que todo sería sencillo con solo seguir cogidos de la mano.

—Mamá, ¿dónde está mi camisa azul? —la sacó de sus recuerdos la voz de Daniel.

—En el armario, a la izquierda, como siempre —respondió ella con una sonrisa, a pesar del nudo en el pecho.

Se acercó al espejo y, al verse, sintió ese hormigueo familiar. Hermosa, elegante, pero los ojos… los ojos delataban cansancio. No del día a día, no. De la vida.

Aquel día había sido un latigazo. Una mañana cualquiera, el supermercado de siempre. Ella iba por pan. Él, con una bolsa que contenía un tarro de papilla y pañales.

—No es lo que piensas… —murmuró Sergio.

Pero Marina lo entendió todo. Ángela, su nueva familia. Y ella ya no formaba parte de su vida. Hubo gritos, lágrimas, humillación. Después, silencio. Vacío. Y una vida nueva.

Sin él. Pero con su hijo.

Su suegra se quedó a su lado, incluso la defendió. Marina crió a Daniel sola. Y solo de vez en cuando permitía recordar cómo había entregado su felicidad tan fácilmente. Mejor dicho, cómo había permitido que se la arrebataran.

Daniel salió del baño, radiante, con el pelo peinado y aquella camisa azul. Se había convertido en un hombre. Independiente. Sabio. Como ella hubiera querido ser a los dieciocho.

—¡Hasta luego, mamá! —dijo agitando la mano.

—Que lo pases bien, cariño —asintió ella mientras volvía al sillón.

Entonces sonó el móvil. Un tono discreto, y en la pantalla: «Pablo te ha enviado una solicitud de amistad». Marina sintió un pellizco en el corazón. ¿Pablo? ¿El mismo Pablo del instituto? ¿El que le llevaba ramos de margaritas por las mañanas?

Llamó a su mejor amiga.

—Lola, no vas a creerlo… ¡Pablo! ¡Del instituto! ¡Me ha enviado solicitud!

—¿El que estuvo enamorado de ti toda la vida? ¡Acepta, mujer! Por cierto, creo que ahora es un pez gordo. Y creo que está divorciado…

Así comenzó su historia. Mensajes. Charlas hasta las dos de la madrugada. Chistes, palabras tiernas, halagos. Como si hubiera vuelto a la juventud. Como si respirara de nuevo.

Dos semanas después, Marina se lo confesó a su hijo:

—Dani, quiero presentarte a alguien…

Él sonrió.

—¿A Pablo? Mamá, brillas como el árbol de Navidad. Me alegro por ti.

No pudo evitar las lágrimas. De alivio. De gratitud.

Pero duró poco. Pablo comenzó a distanciarse. Los mensajes se volvieron cortos. Hasta que llegó el correo:

«Marina, lo siento. Hay otra mujer en mi vida. Tú elegiste a Sergio. Ahora sabes lo que es ser rechazada».

Lo leyó sin dar crédito. ¿Un hombre de cuarenta años decidido a vengarse por un amor de instituto? ¿En serio?

Lola apareció como un vendaval.

—¡Escríbele ahora mismo! ¡Juntas lo haremos!

Y escribieron. Entre lágrimas. Entre risas.

«Querido Pablo: Gracias. Fuiste un soplo de aire fresco. Me sentí joven y bonita de nuevo. Te deseo suerte con tu… futuro. Marina».

La respuesta era previsible: insultos. Pero ya le daba igual.

Una semana después, Marina se encontró en el supermercado con una mujer rubia, labios pintados y mirada furiosa.

—¿Eres tú? ¡Has arruinado mi relación con Pablo!

Marina se quedó helada. Y entonces, en un instante, le pareció… gracioso.

—¿Ah, la “otra”? —dijo con voz melosa—. Cariña, te equivocas de persona. La verdadera “otra” es Ángela. Una profesional en llevarse hombres. Primero el mío, ahora el tuyo…

—¿Ángela?

—Ajá. Calle Verde, 12. No te equivocarás, tiene un coche rojo. Lo sé muy bien.

Salió del supermercado conteniendo la risa. ¿Se enteraría Ángela de quién le había tirado el hueso?

Al atardecer, el sol se ocultaba tras los tejados. Marina estaba en el balcón, el rostro bañado por la luz. De pronto lo entendió: por primera vez en años, se sentía bien. No por un hombre. No por un flirt. Simplemente, bien.

Sonó el teléfono. Un mensaje de Daniel:

«Mamá, Elena y yo queremos irnos a vivir juntos. Sin prisas. Sin dramas».

Marina sonrió. Ahí estaba. La felicidad. Ver a su hijo construir su vida con sentido. Sabiduría. Sin heridas.

¿Y ella? Viviría. Por sí misma. Por la calma.

Y si el destino volvía a poner el amor en su camino, estaría lista.

Pero ahora… era suya. Y eso nadie se lo quitaría.

Hoy aprendí que, a veces, la paz más dulce es la que encontramos al dejar de buscar lo que nunca nos perteneció.

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