Cuando la vida apenas comienza: la historia de una mujer

–Mamá, hoy voy al cine con Lucía. Estate atenta al móvil, ¿vale? –gritó Antonio mientras besaba a Marina en la mejilla antes de meterse en el baño. Ella lo escuchó tararear algo y el sonido del agua corriendo. Estaba feliz… Libre. Algo que ella nunca había sido. –¡Mamá, me voy! –dijo Antonio asomando su rostro radiante, con su camisa azul favorita puesta. –¡Que te vaya bien, cariño! –Marina le hizo un gesto con la mano y se sentó en el sillón. El móvil vibró suavemente: un mensaje nuevo. Lo abrió distraída… y se quedó helada.

Un sollozo suave rompió el silencio de la noche. Marina estaba acurrucada en la cama, abrazando sus rodillas, llorando en silencio. Las lágrimas dejaban húmedo el rostro y la almohada.

–Mamá, ¿qué pasa? –Antonio había vuelto antes de lo previsto y la miraba con preocupación. Ella se secó rápidamente los ojos, forzando una sonrisa.

–Nada, cielo. Solo estoy un poco cansada.

Él se sentó a su lado, observándola. Ya era un hombre. Alto, sereno, con la misma sonrisa encantadora que de niño. Solo que ahora esa sonrisa se la dedicaba cada vez más a Lucía, su novia, y no a ella…

Los recuerdos llegaron sin aviso. Dieciocho años. Sergio. Casada. Un amor que la mareaba. La ingenua creencia de que el amor lo conquistaría todo. Pero… no lo hizo.

–¡Mamá! ¿Dónde está mi camisa azul? –La voz de Antonio la sacó de sus pensamientos.

–¡En el armario, a la izquierda! –respondió, sonriendo entre dudas.

Se acercó al espejo. Cuarenta y dos años. En sus ojos, una tristeza que nadie notaba desde hacía tiempo. Como si la vida se hubiera quedado atrapada en el pasado…

Recordaba con claridad aquel día. Martes. El supermercado de al lado. Pan, leche. Y… Sergio. Con una bolsa y… un tarro de comida para bebés. Pañales. Una sonrisa en su rostro. Sus ojos lo delataron.

–Esto… no es lo que piensas –balbuceó él.

–¿Y qué se supone que debo pensar? ¿Que estás saliendo con esa… cómo se llama… Juana? ¿¡Encima ya tienen un hijo!?

Luego vino la nebulosa. Gritos. Divorcio. Soledad. Pero también libertad.

Aprendió a vivir sola. Sin Sergio. Sin peleas. Su suegra se puso de su lado, la apoyó. Crió a su hijo, aprendió a sonreír… y a olvidar la traición.

A veces, sin embargo, el dolor volvía. Como hoy, al ver a Antonio abrazando a Lucía. Cómo construían algo sincero, con respeto. Sin promesas vacías de “para siempre”.

El móvil vibró de nuevo. Una solicitud de amistad. Pablo… ¿Acaso era el mismo Paquito del colegio?

El patio del instituto. Ella, la chica más guapa. Él, esperándola con un ramo de margaritas. Luego llegó Sergio. Y Pablo se quedó en el pasado.

–Lola, no vas a creerlo… ¡Paquito del cole me ha escrito!

–¿Ese que estaba loco por ti hasta que nos graduamos? –rió su amiga. –¡Sergio siempre lo odiaba de los celos que le tenía!

–Solo me ha mandado una solicitud.

–¡Pues acepta! Dicen que ahora tiene un buen trabajo, y que se ha divorciado…

Las siguientes semanas fueron mágicas. Mensajes. Coqueteos. Reían hasta la madrugada. Pablo era atento, divertido, con un humor amable… Solo que ahora tenía la seguridad de un hombre que había vivido mucho.

–Antonio –dijo una noche–, quiero que conozcas a alguien…

–¿A Pablo? –Antonio sonrió. –Mamá, se te nota. Estás radiante. Me alegro por ti.

Se emocionó. Pero pronto, Pablo empezó a escribir menos. Mensajes más cortos. Y luego…

«Marina, lo siento. Tengo a alguien más. Tú elegiste a Sergio en su momento. Duele, ¿verdad? Ahora sabes cómo se siente».

Miró la pantalla. Paralizada. ¿Un hombre adulto… planeando venganza después de veinte años?

–¡Basta de llorar! –entró Lola con ímpetu. –Ahora mismo le contestamos a ese donjuán.

Juntas escribieron un mensaje: mezcla de ironía, rabia y alivio.

«Querido Paquito: ¡Muchas gracias! No recuerdo cuándo fue la última vez que me reí tanto, coqueteé y me sentí mujer. Has logrado quitarme veinte años de encima. Ojalá tu nueva pareja valore tanto tu… talento dramático. Un beso (platónico). Marina».

La respuesta llegó al instante: una avalancha de insultos. Pero Marina ya reía. De verdad, por primera vez.

Una semana después, una rubia la frenó en el supermercado.

–¿Eres tú? ¿¡La que intentó robarle a Pablo!?

Marina parpadeó. Luego, para su propia sorpresa, sonrió.

–No, cariño. La auténtica ladrona de novios es Juana. Calle del Bosque, 15. Se llevó a mi marido, y ahora a Pablo. Toda una profesional.

La rubia se quedó petrificada, mientras Marina, conteniendo la risa, seguía su camino. Imaginando la cara de Juana…

El sol de la tarde acariciaba su rostro. Y de pronto lo entendió: era feliz. Así, sencillamente. Sin hombres. Sin dramas. Sin necesidad de demostrar nada.

Un mensaje de Antonio:

«Mamá, Lucía y yo hemos decidido irnos a vivir juntos. A ver cómo va. Y luego… boda».

Marina sonrió. Eso sí era felicidad: ver a tu hijo elegir bien.

¿Y ella? Seguiría viviendo. Sin miedo. Sin pasado. Con esperanza.

Porque la vida no termina con una traición. Comienza cuando te amas a ti misma.

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Cuando la vida apenas comienza: la historia de una mujer