Cuando la vida apenas comienza: la historia de una mujer

Cuando la vida apenas comienza: la historia de Marina

—Mamá, hoy voy al cine con Lucía. Estate localizable, ¿vale? —gritó Javier, dándole un beso en la mejilla a Marina antes de desaparecer en el baño. Ella lo oía tararear algo mientras el agua corría. Estaba feliz… libre. Así, como ella nunca había podido estar. —¡Mamá, me voy! —dijo Javier asomando su rostro radiante, con su camisa azul favorita. —¡Que te vaya bien, cariño! —Marina le hizo un gesto con la mano y se sentó en el sillón. El móvil vibró suavemente: un mensaje nuevo. Lo abrió distraídamente… y se quedó helada.

Entre la quietud de la tarde, se escuchó un sollozo ahogado. Marina estaba acurrucada en la cama, abrazando sus rodillas, llorando en silencio. Las lágrimas le mojaban la almohada.

—Mamá, ¿qué pasa? —Javier había vuelto antes de lo esperado y la miraba con preocupación. Ella se secó rápidamente los ojos y forzó una sonrisa:

—Nada, cielo. Solo estoy un poco cansada.

Él se sentó a su lado, observándola con atención. Ya era un hombre. Alto, sereno, con esa sonrisa encantadora de siempre, la misma que de pequeño. Solo que ahora ya no era para ella, sino para su Lucía…

Los recuerdos llegaron sin aviso. Dieciocho años. Sergio. Matrimonio. Un amor que la mareaba. La ingenua creencia de que el sentimiento lo conquistaría todo. Pero… no fue así.

—¡Mamá! ¿Dónde está mi camisa azul? —la voz de Javier la sacó de sus pensamientos.

—¡En el armario, a la izquierda! —gritó ella, sonriendo para sí.

Se acercó al espejo. Cuarenta y dos años. En sus ojos, una tristeza que nadie veía desde hacía tiempo. Como si la vida se hubiera quedado atascada en el pasado…

Recordaba con claridad aquel día. Martes. El supermercado de siempre. Pan, leche. Y… Sergio. Con una bolsa y… un bote de papilla. Pañales. Una sonrisa en la cara. Sus ojos lo delataron.

—Esto… no es lo que piensas —masculló él.

—¡¿Y qué se supone que debo pensar?! ¿Que vas a casa de esa… cómo se llama… Juana?! ¡¿Ya tienen un hijo?!

Después, todo fue un borrón. Gritos. Divorcio. Soledad. Pero también libertad.

Aprendió a vivir sola. Sin Sergio. Sin peleas. Su suegra se puso de su lado, la apoyó. Crió a su hijo, aprendió a sonreír… a olvidar la traición.

A veces, sin embargo, la emoción la arrasaba. Como hoy, al ver a Javier abrazando a Lucía. Cómo construían algo serio, con respeto. Sin promesas vacías de “para siempre”.

El móvil vibró otra vez. Una solicitud de amistad. Pablo… ¿El mismo Paquito del colegio?

El patio del instituto. Ella, la chica más guapa. Él, esperándola con un ramo de margaritas. Luego llegó Sergio. Y Pablo se quedó en el pasado.

—Lola, no te lo vas a creer… ¡Paquito del cole me ha escrito!

—¿Ese que estaba loco por ti hasta el último día? —se rio su amiga—. ¡Sergio se ponía hecho una furia cada vez que lo veía!

—Solo me ha mandado una solicitud.

—¡Pues acepta! Dicen que ahora trabaja en una empresa importante, y que se ha divorciado…

Las siguientes semanas fueron como un cuento. Mensajes. Coqueteos. Risas hasta la madrugada. Pablo era atento, divertido, con ese humor tierno… Solo que ahora tenía la seguridad de un hombre que había vivido.

—Javier —dijo ella una noche—, quiero presentarte a alguien…

—¿A Pablo? —Javier sonrió—. Mamá, lo noto. Te brillan los ojos. Me alegro por ti.

Se le escapó una lágrima. Pero, poco a poco, Pablo empezó a escribir menos. Mensajes más cortos. Y luego…

«Marina, lo siento. Hay otra. Tú elegiste a Sergio en su día… y dolió. Ahora sabes cómo es».

Ella miraba la pantalla, paralizada. ¿Un hombre adulto… montando un espectáculo de venganza veinte años después?

—¡Ya está bien de llorar! —entró Lola como un vendaval—. Ahora mismo le escribimos a este donjuán.

Juntas idearon un mensaje—con humor, rabia y alivio:

«Querido Paquito: ¡Muchas gracias! No recordaba la última vez que me había reído tanto, coqueteado, sentido mujer. Me has devuelto la juventud, como si me hubieras quitado veinte años. Espero que tu nueva elegida valore tu… teatralidad. Un beso (platónico). Marina».

La respuesta llegó al instante—un torrente de insultos. Pero Marina ya se reía. De verdad, por primera vez en mucho tiempo.

Una semana después, una rubia la abordó en el supermercado:

—¿Eres tú? ¿La que me ha robado a Pablo? ¡Has destrozado nuestro amor!

Marina parpadeó. Luego, para su propia sorpresa, sonrió:

—Oh, no es a mí a quien buscas. La auténtica ladrona de maridos es Juana. Calle del Bosque, 15. Se llevó al mío, y ahora le ha tocado a Pablo. Toda una profesional.

La rubia se quedó petrificada, mientras Marina, casi riéndose, seguía camino a casa. Imaginando la cara de Juana…

El sol de la tarde le acariciaba el rostro. Y, de repente, lo entendió: era feliz. Así, sin más. Sin hombres. Sin dramas. Sin necesidad de demostrarle nada a nadie.

Un mensaje de su hijo:

«Mamá, Lucía y yo vamos a vivir juntos. A ver cómo va. Luego… boda».

Marina sonrió. Eso sí que era felicidad. Ver que tu hijo elige bien.

¿Y ella? Pues ella seguirá viviendo. Sin miedo. Sin pasado. Con esperanza.

Porque la vida no termina con una traición. Empieza cuando aprendes a quererte. A ti misma.

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