“Cuando la vida apenas comienza: la historia de Marina”
—Mamá, ¡hoy voy al cine con Lucía! Estate localizable, ¿vale? —gritó Adrián besando a Marina en la mejilla antes de meterse en el baño. Ella lo escuchó tararear algo mientras el agua corría. Estaba feliz… Libre. Como ella nunca había podido estar. —¡Mamá, me voy! —dijo Adrián asomando su cara radiante con su camisa azul favorita. —¡Que te vaya bien, cariño! —Marina le hizo un gesto con la mano y se sentó en el sillón. El móvil vibró suavemente: un mensaje nuevo. Lo abrió distraída… y se quedó helada.
Un sollozo leve rompió el silencio de la tarde. Marina estaba acurrucada en la cama, abrazando sus rodillas, llorando sin hacer ruido. Las lágrimas dejaban huellas húmedas en la almohada.
—Mamá, ¿qué pasa? —Adrián había vuelto antes de lo esperado y la miró preocupado. Ella se secó los ojos rápido y forzó una sonrisa:
—Nada, cielo. Solo estoy un poco cansada.
Se sentó a su lado, estudiando su rostro. Ya era un hombre. Alto, serio, con esa sonrisa encantadora que tenía desde pequeño. Solo que ahora, cada vez más, no era para ella, sino para su Lucía…
Los recuerdos llegaron sin avisar. Dieciocho años. Sergio. Boda. Amor que mareaba. La ingenua creencia de que los sentimientos podrían con todo. Pero… no pudieron.
—¡Mamá! ¿Dónde está mi camisa azul? —la voz de Adrián la sacó de sus pensamientos.
—¡En el armario, a la izquierda! —respondió con una sonrisa irónica.
Se acercó al espejo. Cuarenta y dos años. En sus ojos, una tristeza que ya nadie veía. Como si la vida se hubiera quedado atascada en el pasado…
Recordaba perfectamente aquel día. Martes. El supermercado de la esquina. Pan, leche. Y… Sergio. Con una bolsa y… un tarro de papilla. Pañales. La sonrisa en su cara. Sus ojos lo delataron.
—Esto… no es lo que piensas —balbuceó él.
—¡¿Y qué se supone que debo pensar?! ¿Que estás saliendo con esa… cómo se llama… Juana?! ¿¡Ya tienen un hijo juntos?!
Después, todo fue un borrón. Gritos. Divorcio. Soledad. Pero también libertad.
Aprendió a vivir sola. Sin Sergio. Sin peleas. Su suegra se puso de su lado, la apoyó. Crió a su hijo, aprendió a sonreír… a olvidar la traición.
A veces todavía la superaba. Como hoy, cuando vio a Adrián abrazando a Lucía. Cómo construían algo sereno, con respeto. Sin promesas absurdas de «para siempre».
El móvil vibró de nuevo. Una solicitud de amistad. Pablo… ¿El mismo Pablito del colegio?
El patio del instituto. Ella, la más guapa. Él, esperándola con un ramo de margaritas en la puerta. Luego llegó Sergio. Y Pablo quedó en el pasado.
—¡Lola, no te lo vas a creer… Pablito me ha escrito!
—¿Ese que estaba enamorado de ti hasta el último día de clase? —se rió su amiga—. ¡Sergio le tenía tanta envidia que casi lo manda al hospital!
—Solo me ha mandado una solicitud.
—¡Pues acéptala! Dicen que ahora trabaja en una empresa importante y que se ha divorciado…
Las siguientes semanas fueron un cuento. Mensajes. Coqueteo. Se reían, hablaban hasta la madrugada. Pablo era atento, divertido, con ese humor sencillo… Solo que ahora tenía la seguridad de un hombre que había vivido mucho.
—Adrián —dijo una noche—, quiero presentarte a alguien…
—¿A Pablo? —sonrió él—. Mamá, lo noto. Estás radiante. Me alegro por ti.
Ella se emocionó. Pero, poco a poco, Pablo escribió menos. Mensajes más cortos. Y después…
«Marina, lo siento. Hay otra mujer. Tú elegiste a Sergio y me destrozaste. Ahora sabes lo que se siente».
Miraba la pantalla, paralizada. ¿Un hombre adulto… montando un espectáculo de venganza después de veinte años?
—¡Basta de llorar! —entró Lola como un huracán—. Ahora mismo le contestamos a este Don Juan.
Juntas escribieron un mensaje lleno de ironía, rabia y, sobre todo, alivio:
«Querido Pablito: ¡Muchísimas gracias! No recordaba la última vez que me había reído tanto, coqueteado, sentido mujer. Me devolviste la juventud, como si me hubiera quitado veinte años de encima. Espero que tu nueva amiga valore tu teatralidad. Un beso (platónico). Marina».
La respuesta llegó al instante: un torrente de insultos. Pero Marina ya se reía. De verdad, por primera vez en mucho tiempo.
Y una semana después, una rubia la abordó en el supermercado:
—¿Eres tú? ¡¿La que intentó quitarme a Pablo?! ¡Destruiste nuestro amor!
Marina parpadeó. Luego, sin pensarlo, sonrió:
—Ay, cariño, te equivocas. La ladrona de hombres es Juana. Calle del Bosque, 15. Se llevó a mi marido y ahora ha ido a por Pablo. Toda una profesional.
La rubia se quedó muda, mientras Marina, casi riéndose, seguía camino a casa. Imaginándose la cara de Juana…
El sol de la tarde le acariciaba la cara. Y, de pronto, lo entendió: era feliz. Así, sin más. Sin hombres. Sin dramas. Sin tener que demostrar nada.
Un mensaje de Adrián:
«Mamá, Lucía y yo vamos a vivir juntos. Para ver cómo va. Luego… boda».
Marina sonrió. Eso sí era felicidad. Ver que tu hijo elige bien.
¿Y ella? Pues ella solo iba a vivir. Sin miedo. Sin pasado. Con esperanza.
Porque la vida no termina con una traición. Empieza con amor. A una misma.