Cuando la vida apenas comienza: la historia de Marina
—Mamá, hoy voy al cine con Elena. Estate localizable, ¿vale? —gritó Arturo y besó a Marina en la mejilla antes de desaparecer en el baño. Ella lo escuchó tararear algo mientras el agua corría. Estaba feliz… libre. Así, como ella nunca había podido estar. —¡Mamá, me voy! —llamó Arturo, asomando su rostro radiante con su camisa azul favorita. —¡Buena suerte, cariño! —Marina le hizo un gesto con la mano y se sentó en el sillón. El móvil vibró suavemente: un mensaje nuevo. Lo abrió distraída… y se quedó helada.
A través del silencio de la tarde, se escuchó un sollozo ahogado. Marina yacía enroscada, abrazando sus rodillas, llorando en silencio. Las lágrimas dejaban húmedos rastros en la almohada.
—Mamá, ¿qué pasa? —Arturo había vuelto antes de lo esperado y la miró con preocupación. Ella se secó los ojos rápidamente y forzó una sonrisa:
—Nada, cariño. Solo estoy un poco cansada.
Él se sentó a su lado, examinando su rostro. Ya era un hombre. Alto, sereno, con la misma sonrisa encantadora de cuando era niño. Solo que ahora… ya no era para ella, sino para su Elena.
Los recuerdos la asaltaron de pronto. Dieciocho años. Sergio. Matrimonio. Un amor que la mareaba. La ingenua creencia de que los sentimientos lo vencerían todo. Pero… no fue así.
—¡Mamá! ¿Dónde está mi camisa azul? —la voz de Arturo la arrancó de sus pensamientos.
—¡En el armario, a la izquierda! —gritó, esbozando una sonrisa.
Se acercó al espejo. Cuarenta y dos años. En sus ojos, una tristeza que nadie notaba desde hacía tiempo. Como si la vida se hubiera quedado estancada en el pasado…
Recordaba con claridad aquel día. Martes. El supermercado de la esquina. Pan, leche. Y… Sergio. Con una bolsa y… un tarro de papilla. Pañales. Una sonrisa en su rostro. Pero sus ojos delataron la verdad.
—No es lo que crees… —murmuró él.
—¿Y qué debo creer? ¿Que estás curándote con esa… cómo se llama… Juana? ¿Que ya tienen un hijo juntos?
Después, todo fue un borrón. Gritos. Divorcio. Soledad. Pero también libertad.
Aprendió a vivir sola. Sin Sergio. Sin peleas. Su suegra se puso de su parte, la apoyó. Crió a su hijo, aprendió a sonreír… a olvidar la traición.
A veces, sin embargo, la emoción la arrasaba. Como hoy, al ver a Arturo abrazar a Elena. Cómo construían su relación con respeto, sin promesas vacías de «para siempre».
El móvil vibró de nuevo. Una solicitud de amistad. Pablo… ¿El mismo Paulino de la escuela?
Patio del colegio. Ella, la chica más guapa. Él, con un ramillete de margaritas junto a la verja. Luego llegó Sergio. Y Pablo quedó atrás.
—Lola, no vas a creerlo… ¡Paulino de la escuela me ha escrito!
—¿Ese que estaba enamorado de ti hasta el último día de clases? —rió su amiga. —Sergio casi le arma un escándalo de lo celoso que estaba.
—Solo me ha enviado una solicitud.
—¡Pues acéptala! Dicen que ahora trabaja en una empresa importante, y que se ha divorciado…
Las semanas siguientes fueron un cuento. Mensajes. Coqueteos. Se reían, escribían hasta el amanecer. Pablo era atento, ligero, con un humor tierno… Solo que ahora había en él la seguridad de un hombre que había vivido mucho.
—Arturo —dijo una tarde—, quiero presentarte a alguien…
—¿A Pablo? —Arturo sonrió. —Mamá, lo noto. Estás radiante. Me alegro por ti.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero pronto Pablo escribió menos. Más seco. Y luego…
«Marina, lo siento. Hay otra. Tú elegiste a Sergio entonces, y me dolió. Ahora sabes cómo se siente».
Miró la pantalla, paralizada. ¿Un hombre adulto… montando un circo de venganza veinte años después?
—¡Basta de llorar! —entró Lola como un torbellino. —Ahora mismo le escribimos a ese Don Juan.
Juntas redactaron un mensaje, entre el humor, el despecho y el alivio:
«Querido Paulino: muchísimas gracias. No recuerdo la última vez que reí tanto, que coqueteé, que me sentí mujer. Me devolviste la juventud, como si me quitases veinte años. Ojalá tu nueva amiga aprecie tu teatralidad. Un beso (platonico). Marina».
La respuesta llegó al instante: un torrente de reproches. Pero Marina ya reía. De verdad, por primera vez en años.
Y una semana después, una rubia la detuvo en el supermercado:
—¿Eres tú? ¿La que arruinó mi relación con Pablo?
Marina parpadeó. Luego… para su propia sorpresa, sonrió:
—Oh, te equivocas. La auténtica ladrona de novios es Juana. Calle del Bosque, 15. Se llevó a mi marido, y ahora va por Pablo. Toda una profesional.
La rubia se quedó muda, mientras Marina, conteniendo la risa, caminaba hacia casa. Imaginando la cara de Juana…
El sol de la tarde acariciaba su rostro. Y de pronto lo entendió: era feliz. Así, sin más. Sin hombres. Sin dramas. Sin necesidad de demostrar nada.
Un mensaje de su hijo:
«Mamá, Elena y yo vamos a vivir juntos. A ver cómo va. Luego… boda».
Marina sonrió. Ahí estaba… la verdadera felicidad. Ver a tu hijo elegir bien.
¿Y ella?… Ella seguiría viviendo. Sin miedo. Sin pasado. Con esperanza.
Porque la vida no termina con una traición. Comienza con amor… hacia una misma.