**Cuando la vida apenas comienza: la historia de Marina**
—Mamá, hoy voy al cine con Elena. Estate localizable, ¿vale? —gritó Álvaro, dándole un beso en la mejilla antes de desaparecer en el baño. Marina lo escuchó tararear algo, el rumor del agua corriendo. Estaba feliz… libre. Como ella nunca lo había sido. —¡Mamá, me voy! —exclamó Álvaro, asomando su rostro radiante con su camisa azul favorita. —¡Que te vaya bien, cariño! —Marina le hizo un gesto con la mano y se sentó en el sillón. El teléfono vibró suavemente: un mensaje nuevo. Lo abrió distraída… y se quedó helada.
Un sollozo rompió el silencio de la noche. Marina estaba acurrucada en la cama, abrazando sus rodillas, llorando sin hacer ruido. Las lágrimas dejaban huellas húmedas en la almohada.
—Mamá, ¿qué pasa? —Álvaro había vuelto antes y la miró con preocupación. Ella se secó rápidamente los ojos y forzó una sonrisa:
—Nada, cielo. Solo estoy un poco cansada.
Se sentó a su lado, estudiando su rostro. Ya era un hombre. Alto, sereno, con la misma sonrisa encantadora que de niño. Solo que ahora iba dirigida más a su Elena que a ella…
Los recuerdos la invadieron sin aviso. Dieciocho años. Sergio. Matrimonio. Un amor que la mareaba. La ingenuidad de creer que los sentimientos lo conquistarían todo. Pero… no fue así.
—¡Mamá! ¿Dónde está mi camisa azul? —La voz de Álvaro la sacó de sus pensamientos.
—¡En el armario, a la izquierda! —gritó, esbozando una sonrisa.
Se acercó al espejo. Cuarenta y dos años. En sus ojos, una tristeza que nadie notaba desde hacía tiempo. Como si la vida se hubiera quedado estancada en el pasado…
Recordaba con claridad aquel día. Martes. El supermercado de la esquina. Pan, leche. Y… Sergio. Con una bolsa y… un tarro de papilla. Pañales. Una sonrisa en su rostro. Sus ojos lo delataron.
—No… es lo que piensas —murmuró él.
—¡¿Y qué debo pensar?! ¿Que estás saliendo con esa… cómo se llama… Juana?! ¡¿Ya tienen un hijo?!
Luego, todo fue borroso. Gritos. Divorcio. Soledad. Pero también, libertad.
Aprendió a vivir sola. Sin Sergio. Sin peleas. Su suegra se puso de su lado, la apoyó. Crió a su hijo, aprendió a sonreír… a olvidar la traición.
A veces, sin embargo, la angustia volvía. Como hoy, al ver a Álvaro abrazar a Elena. Cómo construían algo con respeto, sin promesas ridículas de «para siempre».
El móvil vibró de nuevo. Una solicitud de amistad. Pavel… ¿El mismo Pavel del instituto?
El patio del colegio. Ella, la chica más guapa. Él, esperando con un ramo de margaritas. Luego llegó Sergio. Y Pavel quedó en el pasado.
—Lola, no te lo vas a creer… ¡Pavel del instituto me ha escrito!
—¿Ese que estaba enamorado de ti hasta el último día? —se rió su amiga—. ¡Sergio lo ponía histérico de celos!
—Solo me ha enviado una solicitud.
—¡Pues acepta! Ahora trabaja en una gran empresa, creo que está divorciado…
Las semanas siguientes fueron mágicas. Mensajes. Coqueteos. Risas hasta la madrugada. Pavel era atento, divertido, con un humor tierno… Solo que ahora había seguridad en él, la de un hombre que había vivido.
—Álvaro —dijo una noche—, quiero presentarte a alguien…
—¿A Pavel? —sonrió él—. Mamá, se te nota. Brillas. Me alegro por ti.
Las lágrimas asomaron, pero pronto Pavel escribió menos. Mensajes más cortos. Hasta que…
«Marina, lo siento. Hay otra. Tú elegiste a Sergio en su día… dolió. Ahora sabes cómo es».
Miraba la pantalla, petrificada. ¿Un hombre adulto… montando un espectáculo de venganza veinte años después?
—¡Basta de llorar! —entró Lola como un huracán—. Ahora mismo le respondemos a ese Don Juan.
Juntas escribieron un mensaje —con ironía, rabia y alivio—:
«Querido Pavel: ¡Muchas gracias! No recordaba la última vez que reía tanto, coqueteaba, me sentía mujer. Me devolviste la juventud, como si hubieran desaparecido veinte años. Espero que tu nueva elegida valore tu arte. Un beso (platónico). Marina».
La respuesta llegó al instante: una sarta de insultos. Pero Marina ya reía. De verdad, por primera vez.
Una semana después, una rubia la abordó en el súper:
—¿Eres tú? ¡¿La que destrozó mi relación con Pavel?!
Marina parpadeó. Y luego, inesperadamente, sonrió:
—Oh, te equivocas. La verdadera ladrona de novios es Juana. Calle Bosque, 15. Se llevó a mi marido y ahora a Pavel. Toda una profesional.
La rubia se quedó paralizada. Marina, casi riéndose, siguió su camino. Imaginando la cara de Juana…
El sol de la tarde acariciaba su rostro. Y de pronto lo supo: era feliz. Así, sin más. Sin hombres. Sin dramas. Sin necesidad de demostrar nada.
Un mensaje de su hijo:
«Mamá, Elena y yo vamos a vivir juntos. A ver cómo va. Luego… boda».
Marina sonrió. Eso sí era felicidad. Ver a tu hijo elegir bien.
¿Y ella? Pues… viviría. Sin miedo. Sin pasado. Con esperanza.
Porque la vida no acaba con una traición. Comienza cuando te amas a ti misma.