Cuando la verdad llega sin aviso: un encuentro que lo cambió todo

María estaba sentada en el salón, con la mirada perdida en la pantalla del televisor, donde los programas aburridos se sucedían sin fin. Sus párpados se cerraron sin querer y se quedó dormida. Un golpe tímido en la puerta la despertó. Incorporándose del sofá, ajustándose el cinturón de la bata, caminó hacia la entrada.

—¡Ya voy! —gritó.

En la mirilla, una desconocida. Una joven mujer, desconcertada, con las mejillas arreboladas y ojos castaños.

—Buenas tardes… ¿Usted es María López?

—Sí, soy yo. ¿Vienes a verme? Pasa, si has llegado hasta aquí.

La visitante entró al recibidor, mirando a su alrededor con nerviosismo.

—Yo… necesito hablar con usted…

—No te quedes ahí, vamos a la cocina, tomaremos algo. Allí me contarás qué te trae.

María ansiaba cualquier compañía. Su hija, Lucía, salía temprano y regresaba tarde, y cada vez más, la soledad la envolvía como una sombra.

Mientras hervía el agua, María colocó nerviosamente dulces y pastas sobre la mesa, observando a la joven sin disimulo.

—¿Cómo te llamas?

—Leticia. Pero me dicen Leti.

—Qué nombre tan bonito —sonrió María, dejando una taza frente a su invitada—. Yo trabajé toda mi vida como cartera. Recorría los barrios con una bolsa pesada, repartiendo periódicos, cartas, telegramas. La gente esperaba, se alegraba. A veces… lloraban. También llegaban malas noticias… Pero siempre las entregaba con respeto. Ahora las piernas ya no me responden. Casi no salgo.

Leti escuchaba en silencio, aunque sus manos temblaban ligeramente, haciendo tintinear la taza contra el platillo. Cuando María le preguntó el motivo de su visita, la joven finalmente habló:

—Vengo de lejos. Del otro extremo del país. Necesitaba ver a su hija. A Lucía. Porque… yo soy su hija. Y usted… mi abuela.

María se quedó inmóvil. Sus ojos brillaron, pero su voz permaneció serena:

—Niña, debes estar confundida. Lucía vive conmigo. Yo lo habría sabido…

Leti bajó la mirada.

—Fue hace mucho. Cuando ella se fue después de la universidad a trabajar a otra ciudad. Se enamoró. Se llamaba Javier. Todo era serio. Iban a casarse. Pero… antes de la boda, él falleció. Un accidente.

Lucía tuvo un parto prematuro… la abuela de Javier, su madre, estaba allí. Ella perdió el conocimiento. Y al despertar, le dijeron que su bebé había muerto.

Pero en realidad, a mí… me llevaron. La abuela de Javier me crió como suya. Quería conservar algo de su hijo. Solo a los dieciséis supe la verdad. Y ahora… vine para ver a mi madre. Decirle que estoy viva.

María permaneció quieta, como tallada en piedra. Luego se levantó y abrazó con fuerza a Leti.

—Dios mío… cuánto dolor has cargado… ¿Y Lucía? Ella no sabe… Hoy se fue al pueblo con su hermana. Volverá en tres días. Quédate. Te lo pido, quédate.

Pero Leti negó con la cabeza.

—Tengo billete de vuelta. No puedo dejar sola a mi abuela. Está muy enferma. Pero… dígaselo a mi madre. Por favor.

La despedida fue desgarradora. Leti se marchó, dejando en el corazón de María un dolor vivo. La mujer miró por la ventana hasta que su figura desapareció tras la esquina. Y entonces… el sonido de un coche. Lucía regresaba. Con su pareja y su hermana.

—Mamá —dijo alegre—. Te presento a David. Me ha propuesto matrimonio. He dicho que sí.

María palideció. Sus manos temblaban. Su hermana Ana le alcanzó un vaso de agua.

—Siéntate —le ordenó con firmeza—. Tienes que escuchar esto.

Y María lo contó todo. Hasta la última lágrima.

Media hora después, corrían hacia la estación. Llegaron en el último instante.

En el andén, Lucía la vio. A su hija.

Se abrazaron como si el tiempo no hubiera existido. Lloraron, susurraron palabras guardadas en el alma durante casi veinte años.

—Vendré por ti, ¿me oyes? —repetía Lucía, caminando junto al vagón—. Vendré. Nunca más estarás sola.

Tres semanas después, Lucía fue por ella. La abuela de Javier, la mujer que le arrebató a su hija, estaba de rodillas, suplicando perdón. Pero Lucía no la dejó humillarse. La miró con compasión, y en su corazón… la perdonó. No por ella. Por sí misma. Por Leti.

Ahora, Leti vive con su madre. Construyeron un hogar cálido y sereno. David se convirtió en su padre. A veces lo llama por su nombre. Otras, sencillamente, «papá».

Y quizás no haya milagro más grande que encontrar un hogar. Encontrar a una madre. Encontrarse a sí misma.

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Cuando la verdad llega sin aviso: un encuentro que lo cambió todo