Hoy la verdad llegó sin avisar: una historia que lo cambió todo
Estaba sentada en el salón, mirando sin ver la televisión. Las imágenes pasaban, pero yo ya apenas las registraba. Los párpados pesaban y, sin darme cuenta, me dormité. Un golpe tímido en la puerta me despertó de golpe. Me levanté del sofá, ajustándome la bata, y fui a abrir.
—¡Voy, voy!— grité.
En el ojo de la cerradura, una desconocida. Una joven con los ojos oscuros, las mejillas sonrosadas y una expresión nerviosa.
—Buenas tardes… ¿Usted es María González?
—Sí, soy yo. ¿Buscas algo? Pasa, si quieres.
Entró, mirando alrededor como si no terminara de decidirse.
—Necesito hablar con usted…
—No te preocupes, vamos a la cocina y tomamos algo. Luego me cuentas.
Cualquier compañía era bienvenida. Mi hija, Lucía, salía temprano y volvía tarde, y cada vez me pesaba más la soledad.
Mientras hervía el agua, coloqué galletas y pastas en la mesa, observándola de reojo.
—¿Cómo te llamas?
—Lourdes… o Lola, si prefieres.
—Qué nombre tan bonito— sonreí, dejando su taza frente a ella—. Yo trabajé toda la vida como cartera. Recorría las afueras con mi bolsa llena de cartas, periódicos, telegramas. La gente esperaba, se alegraba… a veces lloraba. También llevaba malas noticias, pero siempre con respeto. Ahora las piernas ya no me responden. Casi no salgo.
Lola escuchaba en silencio, pero sus manos temblaban, y la taza tintineó contra el plato. Cuando le pregunté por qué había venido, finalmente habló:
—Vengo de lejos. Del otro extremo del país. Necesitaba ver a su hija… a Lucía. Porque… yo soy su hija. Y usted, mi abuela.
Me quedé helada. Los ojos me ardían, pero la voz no se me quebró:
—Niña, debes confundirte. Lucía vive conmigo. Yo habría sabido si…
Lola bajó la mirada.
—Fue hace mucho. Cuando ella se fue después de la universidad a trabajar a otra ciudad. Allí… se enamoró. Se llamaba Javier. Todo iba en serio. Iban a casarse. Pero… antes de la boda, él murió. Un accidente.
Lucía tuvo un parto prematuro… la abuela de Javier, Isabel, estaba allí. Mi madre perdió el conocimiento, y al despertar, le dijeron que yo había muerto.
Pero no era cierto. Isabel me llevó con ella. Quería conservar algo de su hijo. Solo a los dieciséis años supe la verdad. Y ahora he venido… para ver a mi madre. Decirle que estoy viva.
No me moví. Luego me levanté y la abracé con fuerza.
—Dios mío… todo lo que has pasado… Pero Lucía no sabe nada. Hoy se fue al pueblo con su hermana. Vuelve en tres días. Quédate… te lo pido.
Pero Lola negó con la cabeza.
—Tengo el billete. No puedo dejar sola a Isabel, está muy enferma. Pero… dígaselo, por favor.
La despedida fue dolorosa. Se marchó, dejando en mi casa un dolor distinto, pero vivo. La miré por la ventana hasta que desapareció tras la esquina. Y entonces… el ruido de un coche. Era Lucía, de vuelta antes de lo esperado. Con su hermana y un hombre.
—Mamá— dijo sonriente—. Te presento a Luis. Me ha pedido que me case con él. Y he dicho que sí.
Palidecí. Las manos me temblaban. Pilar, mi hija mayor, me trajo agua.
—Siéntate— le dije a Lucía con firmeza—. Tienes que escuchar esto.
Y se lo conté todo. Hasta la última lágrima.
Media hora después, corríamos hacia la estación. Llegamos justo a tiempo.
En el andén, Lucía la vio… a su hija.
Se abrazaron. Sin palabras, llorando, murmurando todo lo que llevaban veinte años guardando en el pecho.
—Iré a buscarte, ¿me oyes?— repetía Lucía, caminando junto al vagón—. Iré. Nunca más estarás sola.
Tres semanas después, Lucía viajó por ella. Isabel, la mujer que le arrebató a su hija, estaba de rodillas. Pero Lucía no la dejó humillarse. La miró con compasión. Y en silencio… la perdonó. No por ella, sino por sí misma. Por Lola.
Ahora Lola vive con su madre. Construyeron un hogar tranquilo. Luis es como un padre para ella. A veces lo llama por su nombre. Otras veces, “papá”.
…Y tal vez no haya milagro más grande que encontrar un hogar. Encontrar a una madre. Encontrarse a una misma.