Cuando el eco de la traición resuena — una historia de amor y perdón
María removía la tierra del jardín, arrancando malas hierbas, cuando su vecina Lucía se acercó. Con tono casual, soltó:
—María, ¿es que no le das de comer a tu José? Porque parece que cena en casa de la señorita Valeria…
María se quedó paralizada. Las manos le flaquearon.
—Lucía, ¿qué estás diciendo?
—Pues lo que he visto con mis propios ojos —respondió la otra con una sonrisa burlona—. Ayer pasé por su casa para hablar del mío, que va mal en los estudios. Me asomé a la ventana y allí estaba tu José, sentado a la mesa como en familia. Cuando llamé, se escondió debajo de la mesa como un niño.
—No te creo. Lo inventas todo —intentó rechazarla María, pero ya sentía un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Y para qué iba a mentir? Si no me crees, allá tú. Pero luego que no te pille por sorpresa.
María fingió no creerla, pero la duda se le quedó clavada. Además, últimamente José no parecía tener apetito. Llegaba del trabajo y decía: «Estoy tan cansado que no puedo comer». Ni siquiera probaba el cocido o las croquetas que le preparaba.
Esa noche, José se acostó temprano, pero María no pudo dormir. Lo miraba a la luz de la luna, luchando contra sus pensamientos. «No puede ser. No es posible…»
Dos días después, José no apareció para cenar. La comida se enfrió. María, incapaz de aguantar más, se echó una chaqueta al hombro y corrió hacia la casa de Valeria.
Al llegar a la verja, dudó. Todo estaba en silencio. Solo había luz en el recibidor. Pero… ¿qué hacía allí colgada aquella chaqueta? Le resultaba familiar. Demasiado. Y entonces lo recordó: su hija Lola acababa de aprender a bordar y, orgullosa, había adornado el forro de la chaqueta de su padre con florecillas. María, con el corazón en un puño, dio la vuelta a la prenda. Unos pequeños claveles bordados le gritaron la verdad. Le temblaron las piernas. Cayó de rodillas y rompió a llorar.
Un momento después, apareció José en el pasillo, despeinado y avergonzado.
—María… No es lo que piensas…
—¿Ah, no? ¿Vienes a dar clases particulares a medianoche? ¿O a estudiar anatomía? —María se levantó, con más dolor que rabia en la voz—. Yo, tonta de mí, creía que estabas agotado… ¡Y resulta que cenabas con ella! ¡Encima te escondías cuando te pillaban!
José intentó seguirla, pero ella ya corría calle abajo.
—¡María! ¡Por favor, perdóname! ¡La gente nos está mirando!
—¡Pues que miren! Yo no voy por ahí saltando de cama en cama. A mí no me da vergüenza. ¡La vergüenza debería darte a ti y a ella!
Valeria era como una princesa en aquel pueblo. Los lugareños no contaban para ella. Vivía en una casa compartida con otras tres familias, contando los días para volver a la ciudad. No le importaban los vecinos, las tareas domésticas, ni siquiera sus alumnos. Hasta que un día, el escalón de la entrada se rompió. Se echó a llorar en el acto. Y justo entonces pasó José. Se ofreció a arreglarlo, lo hizo, y luego se quedó a tomar un café.
Así empezó todo.
Primero, unas magdalenas compradas. Luego, unas croquetas caseras. Después, tardes enteras en la cocina. Valeria no sentía nada por José, pero la soledad pesaba. Y él… Se sentía halagado. ¡Una maestra! ¡Compartiendo mesa con él!
Pero ahora todo había salido a la luz.
María lloraba con la cara hundida en la almohada. Sus hijas, Lola de nueve años y Carmen de seis, se acurrucaron junto a ella sin entender, y también lloraron. Solo porque su madre lloraba.
¿Divorcio? ¿A dónde ir? No tenía familia. En el pueblo solo habría cotilleos. El trabajo escaseaba.
José se sentía culpable. Pasó días sin acercarse a María. Vivía como un extraño en su propia casa. Cocía, lavaba, comía solo. Intentó hablar, pedir perdón, prometer… Pero María no cedió.
—Vuelve con tu maestra. Yo no estoy a tu altura.
—María… por las niñas…
—¡No las uses de excusa! ¡No tienes derecho!
Pasaron dos meses. Terminó el curso escolar. Valeria se marchó. Hizo las maletas y se fue del pueblo. Y en casa de María y José solo quedó un silencio helado.
Agosto. La última semana de verano. Las niñas jugaban en el patio.
—¡Lola! ¡Carmen! —gritó María desde la ventana.
Las niñas entraron corriendo. Su madre les entregó un pañuelo atado con comida.
—Llevadle esto a vuestro padre al campo.
Las dos salieron volando. El tractor de José estaba en mitad del sembrado. Al verlo, agitaban los brazos como banderas.
—¡Papá! ¡Mamá te ha mandado la comida!
José bajó de la cabina como si despertara de un sueño.
—¿Mamá? ¿Me lo ha mandado ella? —preguntó, incrédulo.
—¡Sí! —dijo Lola, extendiendo el pañuelo—. Hay croquetas y pan.
José se sentó, desató el paquete y aspiró el aroma del pan recién hecho. Le picaron los ojos.
—Papá, ¿estás llorando?
—No, hija… Es que me ha entrado polvo…
Al volver a casa, José llevaba un ramo de flores silvestres. Se acercó a María.
—Perdóname, María. Y gracias.
—Bueno, te perdono. Si no, no te habría mandado nada —respondió ella, sonriendo por primera vez en meses.
Nueve meses después, nació Antonio. Pequeño, de mejillas rosadas y los ojos de su padre.
¿Y José? Jamás volvió a poner un pie en casa de otra mujer, ni siquiera para pedir sal.
Ahora lo sabía bien: su hogar era el mayor tesoro que tenía.