Cuando el eco de la traición resuena: una historia de amor y perdón
Rosa estaba en el jardín, arrancando malas hierbas de los macizos de flores, cuando su vecina Lola se acercó. Con un aire de falsa indiferencia, soltó:
—Oye, Rosa, ¿no le das de comer a tu Paco? Porque él está cenando en casa de Valentina González, por si no lo sabías…
Rosa se quedó paralizada. Las manos le flaquearon.
—¡Lola, ¿qué dices?!
—Pues lo que ves. Ayer fui a hablar con la maestra sobre mi hijo. Me asomé por la ventana y ahí estaba tu Paco, sentado a la mesa como si fuera de la familia. Toqué el cristal y él se escondió debajo de la mesa como un ratón.
—No te creo. Te lo estás inventando —Rosa quiso restarle importancia, pero un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Y para qué iba a mentir? Si no me crees, allá tú. Pero luego no te quejes.
Rosa fingió no darle importancia, pero la duda le quedó clavada. Además, últimamente Paco llegaba a casa sin apetito. Tres días seguidos venía del trabajo diciendo: “Estoy agotado, no tengo hambre”. Ni probaba la sopa ni las croquetas.
Esa noche, cuando su marido se acostó temprano, Rosa no pudo pegar ojo. Miraba su rostro iluminado por la luna mientras luchaba contra sus pensamientos. “No puede ser. Imposible…”
Al día siguiente, Paco no apareció. La cena se enfrió. Rosa, sin poder soportarlo más, se echó al hombro un rebeca y salió corriendo hacia la casa de Valentina González.
Al llegar a la verja, vaciló. Todo estaba en silencio. Solo se veía luz en el recibidor. Pero… ¿qué hacía ahí colgada aquella chaqueta? Le resultaba familiar. Demasiado. Entonces lo recordó: su hija Lourdes había aprendido a bordar recientemente y, orgullosa, había decorado el forro de la chaqueta de su padre con florecillas. Rosa, con el corazón en un puño, dio la vuelta a la prenda. Unos pequeños claveles bordados le gritaron la verdad. Las piernas le fallaron y se desplomó en el suelo. Las lágrimas brotaron sin control.
Un minuto después, apareció Paco. Despeinado, avergonzado.
—Rosa… no es lo que piensas…
—¿Ah, no? ¿Estás dando clases particulares de anatomía? ¿O las mates se estudian hasta medianoche? —La voz de Rosa temblaba más de dolor que de rabia—. Yo, tonta de mí, creí que llegabas cansado… Pero tú, ¡cenando con ella! ¡Y escondiéndote como un niño cuando te pillan!
Paco intentó alcanzarla, pero ella ya corría calle abajo.
—¡Rosa! ¡Espera! ¡La gente nos mira!
—¡Que miren! Yo no me arrastro bajo mesas ajenas. ¿Vergüenza? Esa os la deberíais tener tú y ella.
Valentina González era en el pueblo la sofisticada “señorita de ciudad”. Los lugareños no contaban. Vivía en una casa compartida con otras tres familias, contando los días para volver a Madrid. No le importaban los vecinos, ni las rutinas, ni siquiera sus alumnos. Hasta que un día el peldaño de la entrada se rompió. Se puso a llorar en el umbral, justo cuando pasaba Paco. Él la ayudó, arregló el escalón… y se quedó a tomar un té.
Así empezó todo.
Primero fueron unos pastelitos comprados. Luego, unas croquetas. Después, tardes enteras en su cocina. Valentina no sentía nada por Paco, pero la soledad pesaba. Y él… él se sentía halagado. ¡Una maestra, compartiendo mesa con él!
Pero ahora todo había salido a la luz.
Rosa lloraba hundida en la almohada. Sus hijas, Lourdes de nueve años y Lucía de seis, se arrimaron a ella, sin entender, y lloraron también, solo porque su madre lo hacía.
¿Divorcio? ¿Y adónde ir? No tenía familia. En el pueblo solo habría chismes. Y el trabajo escaseaba.
Paco se sentía culpable. Durante días, evitó a Rosa. Vivió como un extraño en su propia casa: cocinaba, lavaba, comía solo. Intentó disculparse, juró que no pasó nada… pero ella seguía firme.
—Vuelve con tu maestra. Yo no estoy a tu altura.
—Rosa… por las niñas…
—¡No las utilices! ¡No tienes derecho!
Pasaron dos meses. Terminó el curso escolar. Valentina se marchó. Hizo las maletas y dejó el pueblo. Y en la casa de Rosa y Paco reinó un silencio helado.
Agosto. La última semana de verano. Las niñas jugaban en el patio.
—¡Lourdes! ¡Lucía! —llamó Rosa desde la ventana.
Las pequeñas entraron corriendo. Su madre les entregó un talego con comida:
—Llevádselo a vuestro padre al campo.
Salieron disparadas. El tractor de Paco estaba en medio del sembrado. Las niñas agitaban los brazos como banderas.
—¡Papá! ¡Mamá te manda comida!
Paco bajó de la cabina como si despertara.
—¿Mamá? ¿Lo mandó ella? —preguntó, incrédulo.
—¡Sí! —Lourdes le mostró el talego—. Hay croquetas y pan.
Paco se sentó, desplegó todo sobre un mantel de plástico y aspiró el aroma del pan recién hecho. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Papá, ¿por qué lloras?
—No es nada… solo polvo en los ojos…
Al regresar a casa con un ramo de amapolas, Paco se acercó a Rosa.
—Perdóname. Y gracias.
—Bueno, te perdono. Si no lo hubiera hecho, no te habría mandado comida —Rosa sonrió por primera vez en mucho tiempo.
Nueve meses después, nació Antonio. Pequeño, de mejillas rosadas y los ojos de su padre.
¿Y Paco? Jamás volvió a poner un pie en casa de otra mujer, ni siquiera para pedir sal.
Ahora lo sabía bien: su hogar era el mayor tesoro que tenía.