—¿Y dónde están? —Marina miró inquieta hacia la cocina, luego al salón. Nada. La casa estaba en silencio, un silencio extraño que le ponía los pelos de punta.
Desde la mañana, todo había sido insoportable. Su madre—estricta, obstinada, con una mirada pesada y una lista interminable de reproches. Su marido—callado, irritable, sordo a cualquier petición. Habían acordado vivir con su madre “una semanita”. Pasó una semana. Ya iban por la tercera.
—¡Mamá! ¡Javier! —llamó fuerte. No hubo respuesta. El corazón le dio un vuelco.
Se echó la chaqueta y corrió al garaje. Allí solía refugiarse su marido, restaurando muebles viejos, ahogándose en la rutina. La puerta estaba entreabierta, y de dentro salían voces.
—Si lijas bien la superficie, el barniz quedará perfecto —decía su madre. Su voz era suave, casi dulce.
—Yo suelo diluir la primera capa —respondió Javier—. Así la madera absorbe mejor.
Marina se quedó en el umbral, como si temiera romper esa frágil armonía. Ante ella, algo casi imposible: su madre y su marido, siempre en guerra, estaban sentados juntos restaurando un viejo marco de espejo. Su madre llevaba un delantal manchado de barniz; Javier, una lija en una mano y un pincel en la otra.
—Vaya sorpresa —susurró Marina, sentándose en un rincón para observar.
Hace semanas, ella había insistido: su madre debía mudarse. En la residencia donde vivía desde la muerte de su padre, empezaron reformas. Prometieron reubicarla temporalmente, pero su madre fue tajante: “Prefiero ir con mi hija. Ayudaré y no seré una carga”.
Javier no estaba contento. Nunca lo había ocultado: con su suegra, la relación era difícil. Demasiado diferentes. Ella, dura, exigente, de ideas fijas. Él, tranquilo, pero rencoroso.
Desde el primer día, las peleas fueron constantes: los tenedores en el cajón equivocado, las camisas mal planchadas, el portazo innecesario. Por las noches, Marina escuchaba sus quejas en silencio. Dos personas fuertes, tercas, acostumbradas a mandar—bajo un mismo techo.
Temía que su matrimonio no resistiera.
Pero ahora, ahí estaban, compartiendo mesa. Resulta que su madre había trabajado décadas en una fábrica de muebles. Y Javier, restaurador autodidacta, siempre había soñado con conocer a un profesional.
—Tienes buena mano —dijo él—. No cualquiera trabaja así.
—Y tú tienes talento —respondió su madre—. Tienes intuición.
Luego prepararon té juntos, sacaron un tarro de mermelada vieja del armario, y Marina no pudo más:
—¿Os han cambiado a mi madre?
Su madre resopló:
—Es que antes no teníamos de qué hablar. Ahora hay un proyecto en común. ¡Y yo que pensaba que no tenía remedio! Pero mira cómo trabaja la madera…
Javier rió:
—Y yo creía que me odiabas.
—Odio la tontería. Pero tú, al parecer, no eres tonto.
Marina los miró en silencio. Luego sonrió.
Esa noche, al volver a casa, escuchó a Javier susurrar:
—Gracias por tener a tu madre aquí. Nunca pensé que nos entenderíamos.
Y por la mañana, su madre anunció:
—He decidido algo. No vuelvo a la residencia. Me quedo aquí. Os ayudaré a montar el taller.
Marina no discutió. Cuando dos personas que apenas podían mirarse empiezan a entenderse, a valorarse y a ayudarse… eso no es un desastre. Es un milagro.
Y quizás, en esta casa, vuelva a haber paz. Incluso calor.