Cuando la suegra es el mayor peligro en casa
Vera estaba junto a la ventana, repasando por enésima vez lo ocurrido. Esa tarde, habían traído un arreglo fúnebre a su piso. Una corona, auténtica, con cinta negra. En ella, su nombre. Sin firma. Sin tarjeta. Solo el silencio helado dentro de aquella caja.
Su marido, Andrés, ni siquiera se inmutó. Se encogió de hombros:
—Quizá fue un error. O una broma de mal gusto…
—¿Un error? ¿En serio? —Vera lo miró como si no lo conociera.
Ella sabía de dónde venía aquello. Sabía que la dirección estaba escrita con precisión. Sabía quién era la única persona en su círculo que jamás la llamaba por su nombre, que la despreciaba en voz alta y en silencio: su suegra.
Oksana Borísovna creía que su hijo merecía más. Belleza de modelo, abolengo como el de un perro de raza, y preferiblemente sin familia —«para que no lo agobien»—. ¿Y Vera? Era sencilla, trabajadora, un metro cincuenta con tacones, de familia humilde, cosiendo sus propios vestidos desde niña. Pero amaba a Andrés de verdad.
Pero Oksana Borísovna no buscaba amor. Buscaba control. Y cuando lo perdía… se vengaba.
Al principio, todo parecía inocente. Pullas, reproches, consejos sarcásticos. Luego, intromisiones en su vida, «regalos» de dudoso gusto. Después, apareció ropa interior en el altillo. Como si Vera tuviera a alguien. Como si, en un piso donde cada rincón estaba a la vista, pudiera esconder algo así.
Pero todo se achacaba a la casualidad. Incluso cuando Vera encontró una culebra viva en las frutas que le habían «mandado», Andrés solo dijo:
—Bueno, quién sabe… Con el monte cerca, tal vez…
Ella se encerró en el baño y lloró. No de miedo. De impotencia. Porque más peligrosas que las culebras eran las personas. Las que fingen ser familia mientras carcomen el corazón de tu hogar.
Aguantó. Durante años. Hasta el día que sorprendió a su marido con otra. En su propia cocina. Sonriente, de piernas largas, bien vestida.
—¡Ella vino sola! —gritó Andrés, sin molestarse en disimular.
Vera no dijo nada. Solo señaló la puerta. Y la caja con la corona fúnebre, que nunca tiró. Porque sabía: esos mensajes no se desechan. Son como una marca. El punto final de un libro que nunca quisiste terminar.
Tras el divorcio, Vera se mudó. Él se quedó con su madre. Hasta que una vecina la llamó:
—¿Sabías que tu exsuegra se casó? Con ese viejo amigo de la infancia…
Vera sonrió. No por malicia. Por entender: su lugar en esa familia lo querían ocupar. No para su hijo. Para ella misma.
Ahora vive en otro piso. Mira la corona —sí, aún la conserva— y susurra:
—Gracias. No fue una maldición. Fue mi salvación.