Me llamo Isabel Martínez, tengo sesenta y nueve años. Tengo dos hijos, tres nietos y dos nueras. Con una familia así, cualquiera pensaría que no me faltaría cariño ni atención. Pero los últimos años he vivido como si estuviera sola en el mundo. Aquí, en mi piso de Madrid, con una rodilla que no me responde y un teléfono que pasa semanas sin sonar.
Todo se vino abajo cuando murió mi marido. Mientras él vivía, mis hijos al menos aparecían de vez en cuando —en Navidad, en algún cumpleaños—. Pero después del funeral, fue como si se los hubiera tragado la tierra. Cinco años. Cinco largos años sin verlos, y eso que viven en la misma ciudad. Aunque sea al otro extremo, no son más de cuarenta minutos en autobús.
Nunca les reproché nada. Solo les llamaba. Les pedía ayuda. Cuando los vecinos de arriba me inundaron la cocina —no fue grave, pero el techo quedó hecho un desastre—, llamé a los dos. Los dos prometieron pasar ese fin de semana. Nadie vino. Al final, tuve que pagar a un pintor. No era el dinero lo que dolía, sino ver que mis propios hijos no encontraban ni una hora para su madre.
Luego se estropeó la nevera. No entiendo de electrodomésticos, tenía miedo de que en la tienda me timaran. Volví a llamarles. “Mamá, allí hay asesores, tú puedes”, me dijeron. Terminé llamando a mi hermano, que mandó a su hija, mi sobrina Luisa, con su marido. Ellos lo eligieron todo, lo solucionaron todo.
Cuando empezó la pandemia, mis hijos recordaron que existía. Eso sí, llamaban una vez al mes para decirme que no saliera de casa y que pidiera la compra por internet. Pero se les olvidó algo: yo no sé cómo hacerlo. En cambio, Luisa me enseñó, gestionó el primer pedido, me dejó una lista de farmacias a domicilio y empezó a llamarme casi a diario.
Al principio me sentía culpable. Al fin y al cabo, Luisa tiene sus padres, su casa, su marido, su hija. Pero ella era la única que venía sin motivo. Me traía sopa, medicinas, me ayudaba a limpiar, a lavar las ventanas. Un día apareció solo para tomar un café y sentarse a mi lado. Su niña —mi sobrina nieta— me llama abuela. De su boca fue la primera vez que escuché esa palabra en años.
Y entonces lo decidí: si mis hijos me habían olvidado, si solo les importaba lo que podían sacar de mí y no lo que podían dar, el piso sería para quien hubiera estado ahí con hechos, no con palabras. Fui al registro para informarme sobre el testamento. Y, como era de esperar, ese mismo día llamó mi hijo mayor. Quiso saber adónde iba y por qué.
Se lo dije sin rodeos.
Y entonces estalló todo. Gritos, palabrotas, acusaciones. “¿Pero tú estás loca?”, “¡Eso es nuestra herencia!”, “¿Crees que no te va a echar en cuanto firmes?”.
Por la noche aparecieron. Los dos. Por primera vez en cinco años. Trajeron a una nieta que nunca había visto. Un trozo de tarta. Se sentaron a la mesa. Quizás, pensé, se habían arrepentido. Pero no. Empezaron a presionarme: “Tienes hijos, no puedes dejarle esto a una extraña”. Acusaron a Luisa de interesada, dijeron que me echaría de mi propia casa.
Los miraba y no podía creerlo. ¿Dónde estaban cuando los necesité? ¿Por qué solo aparecen cuando huelen la herencia?
Les di las gracias por su preocupación. Les dije que mi decisión era firme. Se levantaron y se fueron, dando un portazo. Antes, eso sí, me dejaron claro que no volvería a ver a mis nietos y que no esperara nada más de ellos.
¿Saben qué? No tengo miedo. No porque me dé igual, sino porque ya no tengo nada que perder. Hace años que vivo como si no existiera para nadie. Solo que ahora es oficial.
Y Luisa… Si algún día hace conmigo lo que mis hijos dicen que hará, bueno, me habré equivocado. Pero el corazón me dice que no. Ella nunca me pidió nada. Ni dinero, ni el piso. Solo estuvo ahí. Solo me tendió la mano. Solo fue humana.
Y eso, para mí, vale más que cualquier lazo de sangre.