Cuando la puerta se abrió, por un instante pensé que había visto el espectro de un pasado que no quería regresar.
Cayetana entró despacio, como quien pisa el escenario donde una vez fue la protagonista, pero que ahora ya no recuerda sus líneas.
Su mirada, antes fría y segura, ahora vacilaba, temblorosa, como la de alguien que no sabe si es bienvenido.
Sofía susurró, la voz temblorosa. Por primera vez escuché en ella no altivez, sino incertidumbre. No imaginaba que tú que usted
¿Que yo estoy aquí? pregunté con calma. ¿O que ya no limpio los aseos como pensabas en aquellos tiempos?
Ella bajó la mirada.
Era una tontería, tartamudeó. Una broma tonta, no la tomé en serio
La tomaste, respondí bajito. En ese momento era fácil estar por encima. Pero los tiempos cambian, Cayetana. Siéntate.
Se dejó caer obediente en la silla frente a mí. En sus gestos no quedaba rastro de la confianza de antes. Los dedos apretaban nerviosos el mango del bolso, y sus ojos recorrían la pared: los certificados enmarcados, la foto mía en la conferencia internacional de Madrid, donde aparecía junto al vicepresidente de la empresa.
Así que ya eres directora, dijo con una sonrisa fingida.
Desde hace tres años, confirmé. Estamos buscando coordinador de nuevos proyectos. Y tú eres la candidata.
No lo esperaba musitó. Que la entrevista fuera contigo.
Cuéntame de ti, dije serenamente, hojeando los papeles. ¿Qué has hecho estos últimos años?
Trabajé en relaciones públicas, contestó al instante. Después problemas personales. Ahora quiero volver a empezar.
Entiendo. anoté. ¿Por qué nuestra compañía?
Exhaló como quien confiesa un peso.
Porque en ningún otro sitio me devolvieron la llamada.
El silencio que siguió hablaba más que cualquier reproche.
¿Recuerdas, Cayetana? pregunté después de un momento , en el instituto decías que algunos nacen para estar en la cima y otros para limpiar tras ellos.
Asintió despacio.
Lo recuerdo. Y me da vergüenza.
No dije nada de inmediato. La miraba, no a la muchacha de la secundaria, sino a una mujer que había atravesado su propio derrumbe.
Ya no sentía ganas de vengarme. Ni de humillarla. Sólo una tristeza profunda.
Y si hoy te cruzaras con esa chica a la que solías burlarte, ¿qué le dirías?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Le diría perdóname. Y le pediría que me enseñe a ser fuerte.
Clavé la carpeta.
Cayetana, tienes estudios, tienes experiencia. Si quieres, puedes entrar con nosotros, pero empezando como junior. Sin privilegios, sin tratos especiales. Sólo trabajo.
¿Me aceptas de verdad? preguntó, incrédula.
No guardo rencor, dije. Pero no olvido. Demuéstrame que eres distinta.
Asintió. En su voz había gratitud, algo que nunca había escuchado de ella.
Gracias, Sofía. Prometo que lo lograré.
Al salir, seguí mirando la puerta cerrada. La vida siempre nos devuelve al sitio donde fuimos vulnerables, solo para comprobar si hemos crecido.
Pasaron los meses.
Cayetana llegaba temprano, se quedaba hasta tarde, no se quejaba, no buscaba sobresalir. Trabajaba con ahínco.
Una noche la vi ayudar a una becaria a preparar una presentación: tranquila, cuidadosa, sin rastro de arrogancia.
Semanas después llamó a mi oficina.
¿Podría pasar un momento? preguntó.
Por supuesto, le devolví la sonrisa.
Sólo quería agradecerte. No me juzgaste. Me diste una oportunidad. Creía que lo había perdido todo tal vez sólo había perdido lo que me impedía ser auténtica.
A veces hay que perderlo todo para encontrarse a uno mismo, murmuré.
Su sonrisa fue cálida, sin máscaras. Entonces comprendí: no necesitaba venganza. La verdadera victoria era ver su transformación.
Un año después, Cayetana dirigía su propio departamento. Sus proyectos generaban beneficios de varios cientos de miles de euros, su equipo la quería, los más jóvenes la respetaban.
En una fiesta de empresa, un nuevo empleado, tembloroso, se acercó:
Señora González, me da miedo la presentación de mañana
Ella le puso una mano en el hombro y dijo:
No temas. No son los trajes ni los títulos los que hacen fuerte a una persona, sino el corazón y la cabeza.
La observé desde lejos y, por primera vez, sentí una paz auténtica.
El pasado había quedado atrás.
Y la vida había hallado su justicia, silenciosa pero exacta.
Esa noche, al volver a casa, una sonrisa cruzó mi rostro.
No era una sonrisa de orgullo, ni de victoria, sino una sonrisa serena, verdadera.






