La abuela Carmen tejía calcetines calentitos con paciencia, puntada a puntada. En el pueblo nadie la llamaba por su nombre completo, Carmen Inés, sino simplemente “Carmen”, con cariño familiar.
La cocina estaba en silencio, solo el crujido de la leña en la estufa rompía la quietud. De pronto, la puerta chirrió. La abuela alzó la mirada y se quedó helada: en el umbral apareció… el mismísimo Reyes Magos. Túnica brillante, barba blanca y ese aire de eterno cansancio tras repartir regalos.
—Buenas noches, Carmela— dijo con una sonrisa cansada—. ¿Tienes sitio para un mago perdido?
Carmen se ajustó las gruesas gafas, lo observó de arriba abajo y murmuró aturdida:
—Dios mío… ¿eres real? ¿Y por qué a mí?
—¿Por qué no?— rio el anciano—. Hoy es Nochebuena, todo el mundo celebra. Y yo vine con un detallito para ti.
—Pero si ya no soy una niña— refunfuñó—. Regálales a los pequeños, que a mí ya se me pasaron esas ilusiones.
—Quedan pocos niños en el pueblo, pero tus calcetines abrigan bien— señaló con la cabeza el ovillo de lana—. Eso merece premio.
—Venga, si insistes, dame tu regalo— sonrió la abuela—. Pero no esperes villancicos, que hoy me duele hasta el alma.
—Entonces dime, ¿qué bondad sembraste este año?
—¿Yo?— dudó Carmen—. Calcetines para los nietos, mermelada para los vecinos… Cosas sin importancia, quizá solo por no estar ociosa.
—No te menosprecies— dijo él—. La bondad está en hacer sin esperar nada.
—Mi viejo, por cierto, anda por ahí otra vez— suspiró—. Salió al amanecer y ni rastro.
—Prometí visitarle también— asintió el mago—. ¿Sigue siendo el mismo bromista?
—¡Peor!— rio Carmen—. Va de casa en casa contando chistes y cantando coplas. Hasta parece que quiere alegrar hasta a las piedras.
—¿Le quieres?
—¿Qué te parece?— sus ojos brillaron—. Medio siglo juntos. Fingimos no oír ciertas cosas, no ver otras… ¿Para qué pelearse?
El anciano sacó del saco un chal de lana suave, bordado con hilos dorados.
—Toma. Con esto rejuveneces diez años.
—¡Qué maravilla!— sus dedos temblaron al tocarlo—. Siempre soñé con uno así… Gracias.
—Dáselas a tu marido— guiñó un ojo—. Fue él quien me escribió.
Salió al portal, se quitó la túnica y la escondió en un viejo baúl.
—Ay, Carmela…— musitó—. ¿De verdad no reconoció mi voz? ¿O solo lo finge?
Mientras, la abuela se miraba al espejo, arreglándose el chal nuevo, y susurraba:
—Así vivimos, Manolo… Como si no supiéramos nada. Pero lo sabemos. Solo que queremos a nuestra manera. Y la magia… está en eso.