Cuando la madre se convierte en visitante: por qué ya no le abro la puerta.

**Cuando la madre se convierte en invitada: por qué ya no le abro la puerta**

Irene llegó a otra ciudad, a visitar a su hija. Marina la recibió con cortesía, como corresponde, pero sin demasiado cariño. Irene, cansada de la soledad y de las tensiones con sus padres, decidió quedarse unos días más. Esa noche, durante la cena, su hija de repente preguntó:

—Mamá, ¿cuándo piensas volver a casa?

—Pensaba quedarme un par de días más —respondió Irene, con inseguridad.

—Creo que ya es hora de que te vayas —dijo Marina, con firmeza.

—Vaya, hasta mi propia madre estorba… —murmuró Irene, molesta.

—Mamá, después de lo que hiciste, no quiero verte —soltó Marina, sin rodeos.

—¿Qué? ¿Qué hice yo? —Irene se quedó paralizada, sin entender.

Pero Marina lo recordaba perfectamente.

Tenía solo siete años cuando sus padres se divorciaron. Desde entonces, vivió con sus abuelos, quienes se convirtieron en su verdadera familia. Su madre… Irene eligió otra vida: hombres, aventuras, nuevos amores. La niña creció sintiéndose culpable por el divorcio, por ver a su abuelo trabajar hasta viejo y a su abuela esclavizada en la cocina. Cuando a Irene le iba bien, llamaba, incluso aparecía con un pastel. Pero en cuanto surgían problemas, se encerraba en su habitación, explotaba contra todos y desaparecía.

Pasaron muchos hombres por su vida, pero uno, Óscar, fue la gota que colmó el vaso. Presumido, desagradable, repelente. Cuando Irene intentó que se mudara a la casa de sus padres, estos le dieron un ultimátum: él o la familia. Ella lo eligió a él.

—Tu madre ahora vive al otro lado de la ciudad —le dijo su abuela a Marina, de trece años, con frialdad.

—¿Y yo?

—Tú te quedas con nosotros. No pasa nada, cariño, lo superaremos.

Pero Marina sabía que su madre la había traicionado.

Al principio, Irene ni siquiera aparecía. Luego venía a la cocina, recogía tarros de conservas y se marchaba de nuevo. La niña crecía, y no tenía con quién hablar. Su primer amor, sus primeras lágrimas… su abuela no las entendería, su abuelo guardaba silencio. Y su madre… vivía su vida nueva hasta que Óscar la dejó. Regresó derrotada, patética, y en lugar de abrazar a su hija, lloró sola en su cuarto. Incluso cuando conoció a otro hombre, Antonio, todo se repitió. Era un tipo insoportable, inútil y arrogante. Se mudó con ellos, no ayudaba en nada, evitaba incluso al abuelo, que cargaba con todo.

Marina se distanció cada vez más. Estudió en la universidad de otra ciudad, apenas visitaba a su familia. Su madre seguía cambiando de hombres, hablando de nuevas vidas y haciendo planes a espaldas de su hija. Hasta que un día, Marina descubrió que sus abuelos paternos le habían dejado un piso. Fue inesperado, pero decisivo. Lo puso a su nombre y, sin dudarlo, se mudó.

Su madre lo supo por casualidad. Inmediatamente anunció:

—¡Genial! Me voy contigo, te ayudo con la reforma y encontraré un buen trabajo en la ciudad.

—No me pediste permiso —dijo Marina, tranquila—. No pienso vivir contigo.

—¡Qué desagradecida! ¡Si no fuera por mí, ni existirías! —explotó Irene.

Pero Marina guardó silencio. Recordó a aquella niña pequeña, sola, abandonada. Su madre se fue entonces, y ahora ya no la necesitaba.

Irene se ofendió, pero no dejó de intentarlo. Llamaba, aparecía *”solo por un día”*, se quedaba una semana. Marina aguantó, hasta que un día le dijo:

—Mamá, es hora de que te vayas a casa. Tengo mi propia vida. Ayuda mejor a los abuelos.

—¿Te molesto? —replicó Irene, con sarcasmo—. Claro. Cuando eras niña me necesitabas, y ahora solo soy un estorbo.

—No, mamá. Tomaste tu decisión cuando te fuiste con un hombre, dejándome atrás. He crecido. Gracias por enseñarme a no depender de nadie.

Irene se marchó. Se quejó a sus padres, quienes, aunque la compadecían, entendían a su nieta. Ellos estuvieron ahí cuando lloraba por las noches. Su madre… se distanció sola. Apareció un nuevo pretendiente, Miguel. Serio, aparentemente decente. Quería presentárselo.

—Venid —dijo Marina.

Los recibió con educación. Habló con Miguel y supo que no era mejor que los demás. A los cuatro meses, su relación terminó. Su madre volvió a hablar de mudarse. Y otra vez recibió un no.

—No vuelvas a sacar este tema —dijo Marina—. No hay lugar para ti. Ni en mi casa, ni en mi vida.

Y así, su comunicación cesó.

Marina vive en su piso. Hizo la reforma con amigos. Trabaja, construye su vida. Sin dramas. Sin resentimientos. Sin su madre.

Porque no todos los que te dan la vida logran quedarse en ella.

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MagistrUm
Cuando la madre se convierte en visitante: por qué ya no le abro la puerta.