Cuando la Herencia No Se Puede Dividir en Tres: Cuando la Familia Toca a la Puerta

**Cuando la familia llama a la puerta: una historia sobre una herencia que no se divide en tres**

Hoy entré en la sala, donde mi esposa veía su telenovela, y le dije con calma:

—Me ha llamado mi hermano. Dice que él y Patricia quieren venir el sábado. Necesitan hablar.

—¡Qué bien! Sabes que siempre me alegra recibirlos —respondió ella con una sonrisa.

—Pero también mencionó que será una conversación seria —añadí, mirándola con cautela—. Sin parejas, solo ellos y yo.

—¿Tienes idea de qué se tratará? —Elena se tensó.

Guardé silencio, bajé la mirada… y entonces lo entendí: era por la herencia.

Hace dos meses, mi esposa y yo recibimos oficialmente lo que nos dejó la tía Lucía, la hermana mayor de mi madre. Nunca tuvo hijos y vivió sola, pero con firmeza. Cuando su salud empeoró, pidió ayuda a sus sobrinos. Solo nosotros estuvimos a su lado: la llevábamos al médico, comprábamos sus medicinas, pagábamos a la cuidadora e incluso la acompañamos a un balneario. Los demás apenas mandaban una postal en Navidad.

No extrañó que nos dejara todo: un piso de dos habitaciones en el centro y una acogedora casa de campo en las afueras.

Llegó el sábado. Alejandro y Patricia aparecieron puntuales. Sin sonrisas, sin rodeos. Se sentaron en el salón y fueron directos:

—Vale, la tía les dejó el piso. Pero la casa de campo es demasiado —empezó él.

—¡Nosotros la cuidábamos! —intervino ella—. Cortábamos el césped, regábamos las flores. Pasábamos allí todos los veranos con los niños.

—¿Y alguna vez llevaron a la tía? —preguntó Elena con serenidad—. ¿Cumplieron siquiera una de sus peticiones? Les rogaba que la llevaran a respirar aire puro…

—Bueno, teníamos nuestras obligaciones. Los niños, el trabajo… —murmuró Patricia.

—Exacto. Por eso ella tomó su decisión —dije en voz baja.

—¡Ustedes la manipularon! —estalló Alejandro—. ¿Qué pasa, no tienes huevos para compartir con tu familia?

—¿Y tú los tienes, peleando por una ruina? —repliqué con firmeza, pero sin levantar la voz.

Se marcharon furiosos. Pero a la mañana siguiente, sonó el teléfono.

—¿Le has cambiado la cerradura a la casa? —gritó Alejandro—. ¡Vinimos con Adrián a recoger nuestras cosas y no podemos entrar!

—Sí, la cambié. Porque no avisaron. Vengan el próximo sábado, haremos limpieza. Se llevarán lo suyo —respondí antes de colgar.

—¿Cómo lo sabías? —le pregunté a mi esposa, sorprendido.

—¿Acaso no conoces a tu familia? Si no hubieras cambiado el cerrojo, hasta los muebles se habrían llevado. No lo dudes.

Un mes después, vendimos la casa de campo y nuestro antiguo piso. Compramos uno amplio frente al mar, en Alicante. Un barrio tranquilo, colegios cerca, y trabajo rápido: yo en el puerto, ella en una escuela primaria. Nuestra hija, Lucía —como la tía—, se quedó en el piso heredado mientras estudiaba en la universidad.

Todo parecía resuelto. Pero en marzo, empezaron las llamadas.

—Ya no tienen la casa —decía Patricia—. Así que iremos todos en julio. ¡Y llevaremos al nieto de Roberto!

—Reserven hotel —contesté con calma—. Vivimos aquí, no estamos de vacaciones. Y no recibimos visitas.

—¡Pero tus suegros se quedaron con ustedes en septiembre! —protestó.

—Porque son los padres de mi esposa. Si los míos vivieran, también los habríamos acogido. Pero no hay espacio para toda vuestra tropa.

—¡Egoístas! —espetó—. Recuerda, hermanito, si algún día necesitas ayuda… ¡no tendrás a nadie!

—Este año ha salido tanta familia como setas después de la lluvia. Y solo se acuerdan de nosotros de mayo a septiembre. No te preocupes, no nos faltará parentela —respondí con ironía antes de colgar.

**Lección aprendida:** La sangre no siempre es más espesa que el agua. A veces, es solo un pretexto para pedir algo. Y no hay obligación mayor que la paz de tu propio hogar.

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