Cuando no hay felicidad: él me humillaba, y yo lo soportaba por los niños
Vivir en una jaula de la que no se puede escapar
Durante muchos años guardé este dolor dentro de mí. Parecía que mi historia no era tan importante, que había personas que lo pasaban peor. Pero hoy quiero decirlo en voz alta: soy infeliz. Y lo he sido toda mi vida.
Hace treinta años me casé con Víctor. No por amor, sino porque era lo “correcto”. Mis padres insistían en que era un hombre de fiar, que con él no me faltaría nada. Les hice caso.
En aquel entonces pensé que el amor no era lo más importante. Lo importante era la estabilidad.
Qué equivocada estaba.
Humillaciones que se volvieron cotidianas
Desde joven, Víctor no tenía reparos en humillarme delante de los demás.
—¡Ni siquiera sabe freír un huevo! —decía a sus amigos en la mesa, y todos se reían.
—En la cama es como un tronco —bromeaba en compañía, sin importarle que yo estuviera a su lado, bajando la mirada de vergüenza.
Yo callaba. Lo soportaba.
Intentaba demostrarle que merecía amor. Preparaba cenas, trataba de ser cariñosa, atenta. Pero cada vez recibía a cambio frialdad y desprecio.
Y luego nacieron los niños.
Y me dije: por ellos aguantaré todo.
Vivir bajo un mismo techo, pero en mundos distintos
Cuando los hijos crecieron y se marcharon, Víctor ni siquiera intentó ocultar que yo ya no le importaba.
Se construyó una habitación aparte en la casa, donde vivía solo. Los vecinos y conocidos pensaban que éramos la familia perfecta: al fin y al cabo, por fuera nada había cambiado. Vivíamos en la misma casa, comíamos en la misma cocina.
Pero nadie sabía que incluso la nevera estaba dividida.
En sus tuppers escribía con letras grandes “V.V.”, para que ni siquiera por error tocara sus alimentos.
Yo comía lo que podía permitirme: gachas, patatas, a veces sopa de lentejas.
En la cocina solo podía estar cuando él no estaba. Era su “reino”, su territorio. Por las mañanas y las tardes debía comer en mi habitación, y si por casualidad me encontraba cerca de él, me topaba con su mirada irritada.
Se sentaba a la mesa, colocaba delante suyo jamón serrano, queso manchego, una botella de vino tinto y comenzaba a cenar de manera ostentosa, sin ofrecerme ni un bocado.
Me sentía como un fantasma en esa casa.
Indiferencia impregnada de odio
A veces íbamos juntos al supermercado. Y cada uno compraba solo lo que iba a comer.
Dividíamos las facturas del agua, la luz, el teléfono… hasta el último céntimo.
Pero para los demás seguíamos siendo una “pareja”. Incluso los hijos, que ahora nos visitaban poco, no sospechaban lo mal que estaban las cosas.
Y yo seguía aguantando.
Aguantaba su mirada pesada, su desprecio, su silencio helado.
Pero lo peor eran los fines de semana.
En esos días, la casa se convertía en un campo de batalla.
“Tú no eres nadie”
Recorría la casa como si cada rincón le perteneciera solo a él. Si por casualidad dejaba algo en su lado de la mesa, empezaba una discusión.
Podía refunfuñar todo el día y luego estallar por una tontería.
—¡Eres una vaca! —me gritaba en la cara.
—¡Eres simple y tonta como una piedra en el camino!
Lo soporté durante años. Durante años apreté los puños y callé.
Pero un día algo se rompió dentro de mí.
Volvió a empezar a gritar. Ya no recuerdo por qué.
Yo estaba sentada frente a él, viendo cómo vociferaba, su rostro enrojecido de rabia.
En ese momento quise agarrar un jarrón y lanzárselo a la cabeza. Quise que sintiera, aunque fuera por un segundo, el dolor que yo había llevado todos esos años.
Pero no lo hice.
Simplemente me levanté y me fui a mi habitación.
No le grité. No lloré.
Porque sabía que esa persona ya no significaba nada para mí.
Tengo miedo, pero más miedo tengo de seguir viviendo así
Sigo aquí. Sigo bajo el mismo techo que esa persona.
No sé si tendré fuerzas para irme algún día.
Tengo miedo.
Pero más miedo tengo de morir en esta casa sin haber conocido la verdadera felicidad.
Solo rezo por una cosa: que mis hijos no repitan mi destino. Que vivan con quienes los amen, los valoren, los respeten.
Y yo…
Y yo sigo existiendo.