Cuando la familia toca a la puerta: una historia de una herencia que no se reparte en tres partes.

Cuando la familia llama a la puerta: una historia sobre una herencia que no se divide entre tres

Javier entró en la sala donde su mujer veía una serie y le dijo con calma:

—Me ha llamado mi hermano. Dice que él y Teresa quieren venir el sábado. Necesitan hablar.

—¡Perfecto! Sabes que siempre me alegro de recibir visitas —sonrió Lucía.

—Pero añadió que será una conversación seria —dijo Javier, mirándola con cautela—. Sin parejas, solo nosotros dos.

—¿No sospechas de qué se tratará? —Lucía se tensó.

Javier guardó silencio, bajó la mirada… y entonces lo entendió: todo tenía que ver con la herencia.

Hacía dos meses que Javier y Lucía habían recibido oficialmente su parte. La tía Martina, la hermana mayor de su madre, no tuvo hijos y vivió toda su vida como una mujer independiente. Cuando su salud empezó a fallar, llamó a sus sobrinos. Solo Javier y Lucía cuidaron de ella: la llevaban al médico, le compraban comida, pagaban a la cuidadora, la acompañaban al balneario. Los demás familiares apenas mandaban una postal en Navidad.

No era de extrañar que la tía Martina les dejara todo: un piso de dos habitaciones en el centro y una acogedora casa de campo en las afueras.

Llegó el sábado. Teresa y Alejandro llegaron puntuales, sin sonrisas ni palabras innecesarias. Se sentaron en el salón y fueron directos al grano:

—Vale, la tía os dejó el piso. Pero la casa de campo es demasiado —comenzó Alejandro.

—¡Nosotros la cuidábamos! —añadió Teresa—. Cortábamos el césped, regábamos las flores. Pasábamos allí todo el verano con los niños.

—¿Y llevasteis alguna vez a la tía? —preguntó Lucía con serenidad—. ¿Cumplisteis aunque fuera una de sus peticiones? Os rogaba que la llevarais al campo, que necesitaba aire fresco…

—Bueno, teníamos nuestras cosas. Los niños, el trabajo… —murmuró Teresa.

—Exacto. Por eso la tía decidió cómo repartir sus cosas —dijo Javier en voz baja.

—¡La manipulasteis! —estalló Alejandro—. ¿Qué clase de hombre eres si no puedes compartir con tu familia?

—¿Y tú qué clase de hombre eres, peleándote por una casita medio ruinosa? —replicó Javier con firmeza.

Los invitados se fueron enfadados. Pero a la mañana siguiente sonó el teléfono.

—Javier, ¿has cambiado la cerradura de la casa? —gritó Alejandro—. ¡Hemos venido con Víctor a por nuestras cosas y no podemos entrar!

—La cambié. Porque no avisasteis. Venid el próximo sábado y recoged lo vuestro —respondió Javier antes de colgar.

—¿Lo ves? —dijo, volviéndose hacia Lucía.

—¿No conoces a tu propia familia? Si no hubieras cambiado la cerradura, se habrían llevado hasta los muebles. No lo dudes.

Un mes después, vendieron la casa de campo y su piso. Compraron un amplio apartamento frente al mar, en Almería. Un barrio tranquilo, colegios cerca, y encontraron trabajo rápido: Javier en el puerto, Lucía en una escuela primaria.

Su hija, Nuria, se quedó viviendo en el piso de la tía mientras estudiaba en la universidad.

Parecía que la vida se había normalizado. Pero en marzo comenzaron las llamadas.

—Ya no tenemos la casa de campo —decía Teresa al teléfono—. Así que iremos todos a vuestra casa. A primeros de julio. ¡Y traeremos también al nieto de Luis!

—Reservad un hotel —respondió Javier con calma—. Vivimos aquí, no estamos de vacaciones. Y no esperamos visitas.

—¡Pero tus suegros estuvieron con vosotros en septiembre! —protestó Teresa.

—Porque son los padres de mi mujer. Si los míos vivieran, también los acogeríamos. Pero no hay espacio para toda vuestra tropa.

—¡Sois unos egoístas! —espetó ella—. ¡Recuerda, hermano, si alguna vez necesitas ayuda, no tendrás a nadie!

—Este año han aparecido tantos parientes como setas después de la lluvia. Y solo se acuerdan de nosotros de mayo a septiembre. No te preocupes, no nos faltará familia —dijo Javier con ironía antes de colgar.

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Cuando la familia toca a la puerta: una historia de una herencia que no se reparte en tres partes.