Cuando la familia llama a la puerta: una historia sobre una herencia que no se divide entre tres
Miguel entró en la sala donde su mujer veía una serie y le dijo con calma:
—Me ha llamado mi hermano. Dijo que él y María quieren venir el sábado. Quieren hablar.
—¡Perfecto! Sabes que siempre me alegran las visitas —sonrió Elena.
—Solo que añadió que la conversación sería seria —dijo Miguel, mirándola con cautela—. Sin parejas, solo nosotros dos.
—¿Tienes idea de qué tratará? —preguntó ella, tensándose.
Miguel calló, bajó la mirada… y entonces lo comprendió: era la herencia.
Dos meses antes, Miguel y Elena habían recibido oficialmente su parte. La tía Carmen, hermana mayor de su madre, no tuvo hijos y vivió siempre como una mujer fuerte e independiente. Cuando su salud empeoró, llamó a sus sobrinos. Solo ellos la cuidaron: la llevaban al médico, compraban sus medicinas, pagaban a la cuidadora y hasta la llevaron a un balneario. Los demás familiares apenas enviaban una postal en Navidad.
No era extraño que la tía Carmen les dejase todo: un piso de dos habitaciones en el centro de Madrid y una acogedora casa en las afueras, en Guadarrama.
Llegó el sábado. María y Javier llegaron puntuales, sin sonrisas ni rodeos. Se sentaron en el salón y fueron al grano:
—Vale, la tía os dejó el piso. Pero la casa ya es demasiado —empezó Javier.
—¡Nosotros la cuidábamos! —añadió María—. Cortábamos el césped, regábamos las flores. Pasábamos allí todo el verano con los niños.
—¿Y alguna vez llevasteis a la tía? —preguntó Elena con serenidad—. ¿Cumplisteis siquiera una de sus peticiones? Os rogaba que la llevarais a respirar aire puro…
—Bueno, teníamos nuestras ocupaciones. Los niños, el trabajo… —murmuró María.
—Exactamente. Por eso la tía tomó su decisión —dijo Miguel en voz baja.
—¡La manipulasteis! —estalló Javier—. ¿No tienes vergüenza, dejando a la familia sin nada?
—¿Y tú la tienes, peleando por una casa medio ruinosa? —replicó Miguel, firme.
Se marcharon furiosos, pero a la mañana siguiente sonó el teléfono.
—Miguel, ¿has cambiado la cerradura de la casa? —gritó Javier—. ¡Vinimos con Álvaro por nuestras cosas y no podemos entrar!
—La cambié. Porque no avisasteis. Venid el sábado que viene y lo recogéis todo —respondió él, colgando.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó, mirando a su mujer.
—¿No conoces a tu familia? Si no hubieras cambiado la cerradura, se habrían llevado hasta los muebles —contestó Elena.
Un mes después, vendieron la casa y su piso. Compraron uno amplio junto al mar, en Alicante: un barrio tranquilo, colegios cerca, y ambos encontraron trabajo rápido—Miguel en el puerto, Elena en una escuela.
Su hija, Lucía, se quedó en el piso de la tía mientras estudiaba en la universidad.
Parecía que la vida mejoraba, pero en marzo empezaron las llamadas.
—Ya no tenéis la casa —decía María al teléfono—. Así que iremos todos este julio. ¡Y llevaremos a la nieta de Rosa!
—Reservad un hotel —respondió Miguel—. Vivimos aquí, no estamos de vacaciones. Y no esperamos visitas.
—¡Pero tus suegros se quedaron con vosotros en septiembre! —protestó ella.
—Porque son los padres de mi mujer. A los míos también los habríamos acogido, de estar vivos. Pero no hay sitio para toda vuestra tropa.
—¡Sois unos egoístas! —gritó—. ¡Ya verás cuando necesites ayuda y no tengas familia!
—En este año ha aparecido más familia que setas después de la lluvia. Y solo de mayo a septiembre. No te preocupes, no nos faltará —respondió él, colgando.
La lección fue clara: la familia verdadera no exige, cuida. Y cuando solo aparece por interés, es mejor guardar la puerta bajo llave.