Cuando la esposa hace las maletas y desaparece: una historia sobre secretos familiares, manipulación y el valor de romper el silencio en una familia madrileña

La esposa hizo las maletas y desapareció sin dejar rastro

Deja ya de hacerte la santa. Todo se arreglará. Las mujeres son de pronto un torrente y enseguida se les pasa. Lo importante es que el objetivo se ha cumplido. Tenemos un hijo, se continúa la familia.

Cristina no dijo nada.

Guille… Cristina se inclinó hacia adelante, bajando la voz hasta un susurro , hace una semana me dijiste que habías «arreglado» lo del embarazo de Clara. ¿A qué te referías?

Guillermo dejó el tenedor y se recostó en la silla.

Pues eso mismo. Cinco años dándome largas. «No estoy lista», «la carrera», «otro momento».

Pero ¿cuándo iba a ser ese momento? Tengo treinta y dos, Cris. Quería un heredero. Una familia normal, como las de toda la vida.

Así que… cambié sus pastillas.

Cristina se quedó helada.

¿Se lo dijiste? ¿Cuándo?

El mismo día que se marchó gruñó Guillermo. Se puso a gritarme. Y yo le solté que se acostumbrara, que ella también lo quería y yo solo había ayudado.

Pensé que se calmaría, que comprendería que no le quedaba otra. Pero… no sé, está loca. Cogió el bolso y se largó.

***

Sobre la mesa de la cocina, junto a un montón de biberones sin lavar, descansaba un cepillo del pelo olvidado por su hermano.

Cristina lo miraba y sentía hervir la rabia por dentro. ¡¿Por qué siempre tenía que dejarlo todo hecho un desastre?!

El bebé por fin se había dormido en la habitación de al lado, pero la paz apenas traía alivio; en una hora, a lo sumo dos, volvería todo a empezar.

Cristina se ciñó la bata y puso el hervidor. Apenas un mes atrás habían traído a Clara, su cuñada, del hospital. Por aquel entonces, Guillermo no cabía en sí de gozo, no paraba de ir y venir, regalaba ramos enormes a las enfermeras, y Clara…

Clara parecía una condenada que volvía a casa.

Cristina lo achacó entonces al cansancio, al parto, a las hormonas… Pero tendría que haberlo sospechado antes.

La puerta de la entrada se cerró de golpe. Su hermano volvía del trabajo. Pasó derecho a la cocina, aflojándose la corbata de camino, y fue sin mirar al frigorífico.

¿Hay algo para cenar? preguntó, sin siquiera mirarla.

Hay macarrones en la olla. Y he hervido unas salchichas.

Guille, el pequeño acaba de dormirse. Anda, baja la voz.

Guillermo resopló mientras sacaba un plato.

Estoy destrozado, Cris. Todo el día de pie. Estos clientes… me chupan la sangre.

¿Y el pajarillo, qué tal?

El «pajarillo» es tu hijo Cristina dejó la taza sobre la mesa más fuerte de lo que pretendía. Se llama Martín.

Y lleva tres horas llorando seguidas. Le duele la tripa.

Ya te apañas tú Guillermo se encogió de hombros, sentándose a la mesa. Eres mujer, lo lleváis en la sangre.

Mamá también nos sacó adelante sola cuando papá estaba de viaje todo el año.

Cristina apretó los labios. Le daban ganas de lanzarle el plato a la cabeza.

Se alojaba allí de manera provisional, mientras intentaba solventar las deudas del alquiler de su estudio, pero en apenas dos semanas se había convertido en niñera, cocinera y empleada del hogar sin remuneración.

Y Guillermo se comportaba como si nada hubiera pasado. Como si su esposa no se hubiese largado sin decir palabra.

¿Ha llamado Clara? preguntó Cristina mientras veía a su hermano engullir la cena.

Guillermo se quedó quieto, el tenedor en la boca. Durante un segundo su cara se oscureció.

No contesta. Cuelga. Menuda… Dejar aquí al chiquillo. ¡Hay que tener valor…!

Está enfadada porque le cambié las pastillas. Para que se quedara embarazada antes.

Eres un sinvergüenza, Guille susurró Cristina.

¿Perdón? abrió los ojos. ¡Yo pensaba en la familia! ¡Trabajo, traigo el dinero!

Pero la que ha dejado al niño ha sido ella. ¿Quién tiene la culpa, entonces?

Le quitaste la posibilidad de decidir Cristina se levantó. Engañaste a la que decías amar.

¿Cómo tenía que reaccionar? ¿«Gracias, cariño, por destrozarme la vida»?

No empieces Guillermo hizo un gesto. Se le pasará. ¿Adónde va a ir? El niño está aquí, sus cosas están aquí…

Cuando se le acabe el dinero, volverá. Mientras tanto… tú me ayudas, ¿no?

De verdad, no tengo tiempo de ocuparme del crío; se acerca el cierre de mes.

Cristina no contestó. Salió de la cocina y fue al cuarto del niño.

Martín roncaba suavemente, con los puños cerrados. Cristina lo miraba y sentía el corazón en un puño.

Por un lado, aquel ser indefenso, sin culpa ninguna. Por el otro, Clara, atrapada sin remedio en una jaula.

Ambos daban lástima…

Cogió el móvil y abrió el mensajero. Clara había estado en línea hacía apenas tres minutos. Cristina escribió largo rato, borró y volvió a escribir.

«Clara, soy Cris. No te pido que vuelvas con él. Solo quiero saber que estás bien.

Y… se me hace muy cuesta arriba todo sola. ¿Podemos hablar? Sin gritos».

La respuesta llegó al cabo de diez minutos.

«Estoy en un hotel. En tres días me voy de viaje de trabajo a Valencia, tres semanas.

Estaba planeado desde antes de enterarme… bueno, hace tiempo ya.

Cuando vuelva, pido el divorcio. No abandono a Martín, Cris.

Pero ahora mismo no puedo estar ahí. No puedo ni mirarle. ¡Solo veo a Guillermo en su cara!»

Cristina suspiró.

«Lo entiendo. De verdad que lo entiendo. Guillermo me lo ha contado todo».

«¿Y está orgulloso?»

«Algo así. Está convencido de que volverás».

«Que sueñe. Cris, si te ves muy apurada, dímelo. Haré lo posible por contratar una niñera, te paso dinero.

Pero a él no vuelvo. Nunca».

Cristina dejó el móvil y exhaló largamente. Tenía que buscar trabajo, pagar sus propias deudas y rehacer su vida.

Pero no podía abandonar a Martín, no con Guillermo, quien no sabía ni cambiar un pañal.

***

Los tres días siguientes fueron una pesadilla.

Guillermo volvía tarde, cenaba y se tumbaba a dormir.

A cualquier petición de ayuda respondía: «Estoy agotado» o «Tú sabes mejor cómo calmarlo».

Una noche, Martín rompió a llorar tan fuerte que Cristina no aguantó más.

Entró en la habitación de su hermano y encendió la luz de golpe.

Levántate dijo con voz helada.

Guillermo se apretó la almohada a la cabeza.

Cris, por favor. Me tengo que levantar a las seis.

Me da igual. Ve y acuna a tu hijo. Quiere comer y yo no puedo darle porque me tiemblan las manos del cansancio.

¿Te has vuelto loca? Guillermo se sentó, despeinado y furioso. ¡Por eso estás aquí! Te doy techo, pago la luz, el agua…

¿Ah, sí? Cristina estalló. ¿Soy tu criada entonces?

Llámalo como quieras murmuró él. Cuando vuelva Clara, podrás descansar. Ahora toca currar.

Cristina salió sin contestar.

Esa noche no pegó ojo. Sentada en la cocina, acunando la cuna con el pie, pensaba cómo dar una lección a su hermano. Guillermo se había pasado de la raya.

Por la mañana, cuando él se fue, Cristina volvió a escribir a Clara.

«Tenemos que vernos. Hoy. Aprovechemos que no está. Por favor».

Clara aceptó.

Se encontraron en un parque pequeño cerca de casa.

Clara estaba demacrada: pálida, con ojeras profundas, más delgada.

Se acercó al carrito y miró largo rato a su hijo. Las manos le temblaban.

Ha crecido dijo en voz baja. En dos semanas, parece otro…

Clara, ni te reconoce ya contestó Cristina suavemente.

Lo sé Clara se cubrió el rostro. Cris, no soy un monstruo. Creo que le quiero. Muy en el fondo sé que es mi hijo.

Pero cuando pienso que tendría que vivir con Guillermo, meterme en la cama con alguien que me hizo algo tan ruin… no puedo ni respirar.

¿Y si no tuvieses que vivir con él? preguntó Cristina.

Clara levantó la cabeza.

¿Cómo?

Él está convencido de que no te irás. Piensa que te posee, a ti y al niño.

Pero miremos la verdad a los ojos: no es un padre. Es un gestor de un «proyecto de familia perfecta».

Ni se levanta por la noche, ni sabe los biberones que necesita. Solo quería un heredero, no lo que supone criarlo.

¿Y qué propones?

Tú te vas a tu viaje a Valencia dijo Cristina, firme. Trabaja, recupérate.

Yo me quedo aquí tres semanas más. Pero en ese tiempo, preparo el terreno.

¿Qué terreno?

El divorcio. El reparto de custodias. No vuelvas a esa casa. Puedes buscar un piso para ti. Yo me voy contigo, te ayudo con Martín mientras trabajas.

Mis finanzas se arreglarán pronto, he conseguido unos encargos online. Saldremos adelante. Sin él.

Clara la miraba sin creérselo.

¿Vas a enfrentarte a tu hermano?

Es mi hermano, sí, pero lo que ha hecho es miserable. No quiero ser cómplice de su engaño.

Cree que, como no tengo a dónde ir, estoy de su parte. Se equivoca.

Clara se quedó largo rato en silencio, viendo cómo el sol rebotaba en el manillar del carrito.

¿Y él? No va a dejar que me lleve al niño tan fácil. Se armará un buen lío…

Sin duda afirmó Cristina. Pero tenemos un as en la manga. Él mismo me confesó lo de las pastillas. Si sale en un juicio Yo lo testificaré.

Y de su «ayuda» en el permiso de maternidad también hablaré.

No quiere realmente al niño, Clara. Solo quiere tenerlo todo bajo control.

En cuanto vea el esfuerzo y el tiempo que Martín requiere, reculará.

Le es más cómodo presumir de «padre abandonado» ante los amigos que meterse de verdad en la paternidad.

Por primera vez en mucho tiempo, Clara esbozó una débil sonrisa.

Has madurado tanto, Cris…

No me ha quedado otra respondió, suspirando. Entonces, ¿trato hecho?

Hecho. Gracias.

Las tres semanas volaron.

Guillermo, cada vez más irascible, notó bien rápido que Cristina ya no se apresuraba a servirle la cena ni a doblarse a sus exigencias.

¿Cuándo vuelve Clara? preguntó una tarde, tirando el maletín en el sofá.

Mañana respondió seca, cerrando a Martín entre sus brazos.

Por fin. A ver si salimos a un restaurante decente. Estoy harto de tus macarrones.

Habrá que comprarle algún regalo, para que no proteste… Un anillo, o unos pendientes. Estas cosas les gustan a las tías.

Cristina lo miró con un asco casi físico.

¿De verdad piensas que un anillo lo arregla todo?

Mira Guillermo se acercó e intentó darle una palmada en el hombro, pero ella se apartó. Deja de hacer teatro.

Todo se arreglará. Ya verás, las mujeres sois así. Lo gritan, luego se les pasa. Al final tenemos un hijo y la familia sigue.

Cristina calló.

***

A la mañana siguiente, Clara llegó cuando Guillermo ya había salido. No subió a casa; esperaba en el coche. Cristina lo había dejado todo listo: ropa del niño, sus maletas, lo imprescindible.

Le llevó tres viajes bajar todo. Martín dormía en la silla del coche.

Cuando subió por última vez, dejó las llaves en la mesa de la cocina, justo en el sitio donde semanas atrás estaba el cepillo de Guillermo. Al lado, dejó una nota.

«Guille, nos hemos ido. No busques a Clara, contactará contigo a través de su abogado. Martín está con ella. Y yo también.

Querías una familia, pero olvidaste que se construye sobre la confianza, no sobre la manipulación.

Tienes los macarrones en la nevera. Ahora tendrás que apañarte solo».

Y se marcharon.

Clara alquiló un piso pequeño pero acogedor al otro lado de Madrid. Los primeros días fueron un reto: Martín no se acostumbraba, lloraba, Clara pasaba del llanto a la ansiedad y el móvil de Cristina reventaba a llamadas y mensajes furibundos de su hermano.

Guillermo bramaba, amenazaba, maldecía. Juró llevarlas ante el juez, quitarles al niño, dejarlas en la ruina.

Cristina escuchaba todo con serenidad.

Sobrevivieron.

A los pocos días, Guillermo se cansó de los numeritos y desapareció.

El divorcio se resolvió en los juzgados. Durante la audiencia, Guillermo ni siquiera insinuó que quisiera la custodia completa.

Cristina tenía razón: su hermano no quería complicaciones. Le bastó con arreglar cuentas pagando la manutención.

Ni siquiera insistió en ver a su hijo.

Agua pasada. Y así, la familia siguió adelante, aunque de otra forma, aprendiendo a empezar de nuevo.

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