Ana estaba sentada en la cocina, abrazando una taza de té que ya se había enfriado. Fuera, el cielo gris de noviembre amenazaba lluvia, mientras que en su casa, un pequeño piso en las afueras de Sevilla, la tensión era palpable. Su madre, Elena Martínez, había llegado de nuevo, esta vez con fiebre, tos y una lista interminable de quejas. Desde hacía años, al menor síntoma de malestar, Elena hacía las maletas y se instalaba en casa de su hija. Y cada vez, Ana se veía atrapada en el mismo conflicto: dividida entre cuidar a su madre enferma, a su hija pequeña y a su marido, que cada vez aguantaba menos la situación.
Elena insistía en que en su propio piso, en un barrio cercano, se sentía sola y asustada. “¿Y si empeoro? ¿Y si no puedo con todo sola?”, repetía, mirando a Ana con reproche. Pero Ana sabía que no era solo miedo. Su madre, al ponerse enferma, se convertía en una reina caprichosa que exigía atención constante. Y Ana tenía demasiado en sus manos: estaba de baja maternal, su hija Lucía, de apenas un año, empezaba a caminar y necesitaba todo su cariogne, y su marido, Antonio, perdía la paciencia con cada visita de su suegra.
Cuando Elena enfermaba, intentaba quedarse en su habitación, pero los virus no pedían permiso: iba al baño, pasaba por la cocina, dejando tras de sí un rastro de toses y estornudos. Ana temía por Lucía: “¿Y si la pequeña se contagia?”. Pero explicárselo a su madre era imposible. “No lo hago a propósito, cariño”, suspiraba Elena. “Tengo cuidado”. Y luego empezaban las exigencias: “Hazme una sopa, pero que no esté salada, que me duele la garganta. Tráeme té, pero que no queme. Abre la ventana, que hace calor, no, mejor ciérrala, que tengo frío”. Y cada vez que Lucía lloraba, su madre fruncía el ceño: “Ay, cómo grita esta niña, no se puede dormir”. Hasta Antonio, que solo pasaba por allí, recibía sus críticas: “Camina como un elefante, cierra las puertas de golpe, no hay paz en esta casa”.
Antes era distinto. Ana y Antonio vivían su vida, criaban a Lucía y visitaban a Elena una vez al mes, para charlar y ayudarla con alguna cosa. Su madre era independiente: limpiaba, cocinaba y hasta enfermaba sin aspavientos, solo pedía que le llevaran medicinas. Pero algo cambió. Elena empezó a llamar más, a quejarse de la soledad, de su salud. “¿Y si me pongo mala y no estáis aquí?”, decía con voz temblorosa. “Simplemente estoy sola, completamente sola”. Ana intentaba calmarla: “Mamá, te llamo todos los días, estamos cerca, todo va a estar bien”. Pero su madre no escuchaba, sus miedos crecían como una bola de nieve.
Una vez, Elena llamó llorando: se sentía tan mal que tuvo que llamar a una ambulancia. Antonio estaba de turno en la fábrica, y Ana tuvo que correr a casa de su madre con Lucía en brazos. Aquel día, la llevaron a su casa, la cuidaron, la mimaron. Pero desde entonces, todo empeoró. Ahora, con solo un poco de fiebre o un simple resfriado, Elena aparecía en su puerta. A veces se quedaba un par de días, otras, semanas. Había momentos en los que, con fiebre alta y tos seca, exigía que Ana se sentara a su lado, le diera las pastillas, escuchara sus quejas. Mientras, Lucía lloraba en su cuna, y Ana iba de una habitación a otra, sintiendo cómo la desesperación la invadía.
Cada visita de su madre era una prueba. Elena podía enfadarse si la sopa “no estaba bien” o amenazar con irse a casa porque “todo aquí me molesta”. Ana temía por ella: “¿Y si se va en ese estado?”. Pero más miedo le daba por Lucía, por Antonio, por su familia, que se resquebrajaba. Antonio, que antes era cariñoso con su suegra, ahora se ponía serio al oír su nombre. “Nos está usando, Ana”, decía. “En su casa se pone mala y no dice nada, pero viene aquí para que la atiendas como a una reina”. Ana lo sabía, pero no se atrevía a decírselo a su madre. “¿Y si nos peleamos?”, pensaba. “¿Y si se ofende y deja de hablarnos? Pero así no podemos seguir, estoy al límite”.
Antonio ya no disimulaba su enfado. “Hay que hablar con ella”, decía. “Si no, se nos subirá a la chepa”. Ana sabía que tenía razón, pero el miedo le apretaba el corazón. ¿Cómo decírselo a su madre sin herirla? ¿Cómo explicarle que quererla no significaba dejar de vivir su propia vida? Miraba a Lucía dormida, el ceño fruncido de Antonio, y entendía que debía tomar una decisión, o su casa, su familia, no aguantaría más.
¿Qué podía hacer Ana? ¿Cómo proteger a su familia sin perder el vínculo con su madre? Esta historia no habla solo de una enfermedad, sino de límites, de un amor que a veces pesa demasiado, y de una elección que parte el corazón.