Cuando la enfermedad se convierte en la prueba del amor: cómo me di cuenta de que elegí a la persona equivocada.
Enfermar ya es desagradable de por sí. Pero duele aún más cuando la persona que debería ser tu apoyo se convierte en un espectador indiferente. Así me sentí yo en mi peor momento, sola ante mi debilidad, mientras mi marido, Javier, prefería encender la televisión y acomodarse en el sofá. Yo estaba ahí, con casi cuarenta de fiebre, las manos temblorosas intentando alcanzar la taza, y él, sin apartar los ojos de la pantalla, ni siquiera se molestó en preguntarme si necesitaba agua. No digamos ya un té… Ni un simple “¿Cómo te encuentras?” salió de su boca.
Yo nací en un pueblo pequeño cerca de Salamanca, y en mi familia siempre nos cuidábamos los unos a los otros. Mis padres se tenían el uno al otro, incluso en sus últimos años. Si alguien caía enfermo, la casa se convertía en un pequeño hospital. Té caliente, compresas, caldo de pollo… Todo estaba listo. Yo pensaba que así debía ser. Pero ahora me sentía como una extraña en mi propia casa. Para no morir de sed, tenía que arrastrarme hasta la cocina. Y Javier ni siquiera parpadeaba. No por crueldad, no… Simplemente, le daba igual.
Cuando él enfermaba, la cosa cambiaba. Me despertaba en mitad de la noche para que le trajera el termómetro, agua, pastillas… Y yo corría. No por obligación, sino porque le quería. Porque así lo sentía. Porque era lo correcto. Llamaba al médico, le preparaba infusiones, cocinaba algo suave que no le molestara el estómago. Estaba ahí. ¿Y él? Solo sabía preguntar: “¿Vas a ir a trabajar hoy?” Y si le decía que no, se daba la vuelta y se iba. Ni una ayuda, ni comprar medicinas, ni preocuparse por si había comida en casa.
Lo intenté hablar. No una, sino mil veces. Pero él siempre lo convertía en una broma o se enfadaba como un niño. Que exageraba, que lo dramatizaba. ¿Y si era verdad?, llegué a preguntarme. ¿Seré yo demasiado sensible? Pero luego recordaba cómo me tambaleaba en la cocina, débil como un hilo, y él simplemente dejaba su plato sucio en el fregadero y se iba. Como si fuera su empleada, no su esposa.
Así que decidí actuar igual. No por maldad, sino con la esperanza de que lo entendiera. La siguiente vez que él enfermó, no le llevé ni té, ni una manta, ni una palabra amable. Se puso a quejarse: que le dolía la cabeza, que no había nada para comer ni beber. “En la cocina hay de todo”, le dije sin más. Y él… No entendía nada. Iba de la nevera al microondas, suspiraba fuerte, gemía para que toda la casa lo oyera, esperando que cediera. Pero no cedí. Pensé que lo comprendería.
Pero no fue así. La siguiente vez que enfermé, él volvió a ignorarme. Tirada en la cama con fiebre y dolor en cada centímetro del cuerpo, pasó de largo sin mirarme. Intenté hablarle otra vez. Le recordé los años que me había ocupado de él y aquella única vez que actué diferente. Su respuesta: “Tú entonces no me cuidaste, así que no pidas que lo haga yo”. Listo. Un solo momento borró años de cuidados. Ahí lo entendí: no sabe valorar. No guarda en el corazón los gestos buenos. Solo ve lo que le molesta.
Estallé. Ya me sentía fatal, pero por dentro ardía. Le solté todo lo que tenía guardado. Y él… ¡Se enfadó! ¿Él? No yo, que me había quedado sola en la enfermedad. No yo, que ni siquiera tenía apoyo moral. No, él, el gran hombre al que no le dieron palmaditas cuando las necesitaba.
Tal vez me equivoqué. Gravemente. No es la persona con la que quiero envejecer. No es el que me dará agua en mi último momento. No es mi apoyo. Y esa verdad duele más que cualquier enfermedad.







