**Cuando Dios llama sin avisar**
Ocurrió en febrero, en una de esas noches largas en las que el invierno parece alargar la oscuridad solo para probar nuestra resistencia. Mi marido estaba de turno de noche, y yo me quedé sola con nuestro hijo Dani, de dos años, en el piso que alquilábamos en las afueras de Burgos. Intentaba, como siempre, dormirlo, pero sin éxito. El niño se revolvía, lloriqueaba, y al final, rendida, decidí dejarle jugar un rato más mientras yo iba a la cocina a prepararme un té.
No había tocado siquiera la taza cuando, desde la habitación, un grito agudo y una tos seca me helaron la sangre. Corrí como una loca y lo encontré en medio de la habitación, llorando a moco tendido, ahogándose entre toses.
—¿Dónde te duele? Dani, ¿qué te pasa? —Me arrodillé frente a él, agarrando sus hombros, buscando alguna señal mientras el pánico me invadía.
Solo tosía y lloraba, hasta que entendí: había tragado algo. Intenté abrirle la boca, pero él, aterrorizado, la apretaba con fuerza, negándose a soltarla. Yo tenía solo veinte años. Una chica que hasta hace poco no sabía ni freír un huevo. Y ahora, mi hijo se me moría en los brazos. Su carita empezaba a ponerse azul. Corrí al teléfono. Mis dedos temblaban como hojas al marcar el 112. Silencio. Ni tono, ni voz. Nada. Lo intenté una y otra vez, pero el aparato permaneció mudo.
No teníamos móviles. Éramos jóvenes, recién casados, viviendo al día en ese piso minúsculo. Abracé a Dani y rompí a llorar, sintiendo que el mundo se me venía encima. Lo único que salió de mí fue un grito desesperado: «¡Dios, por favor, ayúdame!». No sabía rezar, no conocía las palabras, pero en ese momento hablé con Él como si fuera mi padre. Supliqué. Rogué.
Y entonces… sonó el timbre.
Corrí a abrir, aunque sabía que mi marido no podía ser. En la puerta había un hombre desconocido, de unos treinta y cinco años, alto, con mirada cansada pero amable.
—Buenas no— comenzó, pero al verme la cara, se calló. —¿Qué pasa?
No sé por qué, pero le conté todo en medio del llanto. No necesitó más. Sin decir nada, entró, se agachó frente a Dani y, con una calma que me dejó sin aliento, le habló en voz baja. Milagrosamente, el niño se calmó. Unos segundos después, el hombre me mostró una pequeña cuenta negra en su palma.
—Esto es lo que le impedía respirar —dijo con serenidad—. La había tragado, pero no llegó muy adentro. Menos mal que estaba cerca.
Entonces lo recordé: había roto un collar unos días antes. Creí haber recogido todas las cuentas… pero una, la más pequeña, se me escapó.
Se llamaba Alejandro. Era pediatra. Volvía del hospital cuando su coche se paró justo frente a nuestro portal. Sin saber qué hacer, decidió pedir un teléfono —no había portero automático— y llamó a la primera puerta. A la nuestra.
Más tarde supimos que toda la línea telefónica del edificio había fallado por una avería. Pero lo más extraño fue que, después de tomar el té que le insistí en ofrecerle, Alejandro salió al patio… y su coche arrancó al primer intento, como si nada hubiera pasado.
Desde entonces, me pregunto: ¿fue casualidad? ¿O algo más?
Ahora voy a la iglesia. Enciendo una vela por la salud de Alejandro. Y cuando veo a Dani, ya mayor, sonriéndome desde las fotos del colegio, sé una cosa: Dios escucha. A veces, incluso sin que hablemos.






