**Diario de una historia inesperada**
¿Para qué pagar una hipoteca si puedes esperar a que tu abuela fallezca y heredar su piso? Eso pensaba el primo de mi marido, Javier. Él, su mujer Lucía y sus tres hijos vivían obsesionados con la herencia. Rehuían los préstamos, soñando con el día en que el apartamento de la abuela sería suyo. Mientras, malvivían en un piso diminuto en la costa, en Almería, junto a la madre de Lucía. Y vaya que les pesaba. Cada vez más, Javier y Lucía murmuraban sobre cómo “solucionar lo de la abuela”.
Pero la abuela, Carmen Álvarez, era una joya. A sus setenta y cinco años, rebosaba vitalidad: salía a exposiciones en Málaga, usaba el móvil con destreza, coqueteaba en los bailes de la tercera edad y llenaba su casa de amigos. Su vida era un ejemplo de alegría. Para Javier y Lucía, sin embargo, eso no era inspiración, sino irritación. El tiempo les quemaba.
Al final, su paciencia se agotó. Exigieron que Carmen firmara el piso a nombre de Javier y se mudara a una residencia. “Será mejor para ella”, decían sin pudor. Pero Carmen no era de las que ceden. Se negó en redondo, y aquello encendió la mecha. Javier gritó que era una “egoísta”, que “debía pensar en los nietos”. Lucía avivaba el fuego, insinuando que la abuela “ya había vivido demasiado”.
Mi marido, Álvaro, y yo nos quedamos horrorizados. Carmen soñaba con viajar a la India: ver el Taj Mahal, perderse en Delhi… Le propusimos vivir con nosotros, alquilar su piso y ahorrar para su sueño. Aceptó, y su luminoso ático en el centro pronto generó ingresos. Javier y Lucía, al enterarse, montaron en cólera. Reclamaban el piso como suyo, acusando a Álvaro de manipular a Carmen por la herencia. Javier llegó a exigir el dinero del alquiler, su “parte legítima”. Nos mantuvimos firmes: no habría ni un euro.
Lucía empezó a aparecer por casa casi a diario, a veces con regalos absurdos, otras con los niños. Preguntaba por Carmen, pero su intención era clara: seguían esperando que “se fuera pronto”. Su codicia nos asqueaba.
Mientras, Carmen juntó lo suficiente y partió a la India. Regresó radiante, con maletas llenas de fotos y anécdotas. Le sugerimos vender el piso para seguir sus viajes y vivir después con nosotros. Tras pensarlo, lo hizo. Vendió el ático por un buen precio, compró un acogedor estudio en las afueras de Sevilla e invirtió el resto en aventuras.
Recorrió Andalucía, luego Austria y Suiza. En un paseo por el lago Lemán, conoció a Pierre, un francés. Su romance parecía de película: ¡a los setenta y cinco años, se casó con él! Volamos a Lyon para la boda. Verla brillar en vestido blanco, rodeada de flores, fue mágico. Carmen se lo merecía. Tras una vida de sacrificios, al fin vivía para sí misma.
Javier, al saber lo de la venta, enloqueció. Exigió el estudio, diciendo que a ella “le sobraba”. Cómo pretendía meter allí a cinco personas, era un misterio. Pero ya no importa. Nos alegra que Carmen haya encontrado su felicidad. Y Javier y Lucía… Son un recordatorio de que el dinero a veces desvela el verdadero rostro de quienes creíamos familia.







