**Diario Personal**
Cuando mi abuela descubrió que su nieto quería echarla de su piso, no dudó en venderlo sin remordimientos.
¿Para qué pedir una hipoteca si puedes esperar a que la abuela muera y heredar su casa? Eso pensaba mi primo político, Javier. Está casado con Isabel y tienen tres hijos, pero viven esperando una herencia en lugar de buscar su propio futuro. Rechazan cualquier préstamo, soñando con el día en que el piso de la abuela sea suyo. Mientras tanto, viven apretados en un pequeño apartamento de la madre de Isabel en Málaga, frente al Mediterráneo, y cada día se nota más su frustración. Javier e Isabel murmuran entre sí sobre cómo “solucionar el asunto” con la abuela.
Pero doña Carmen, la abuela, es un auténtico tesoro. A sus setenta y cinco años rebosa vitalidad, disfruta de la vida y no tiene problemas de salud. Su casa en el centro de Málaga siempre está llena de amigos, maneja el móvil con destreza, visita exposiciones, va al teatro e incluso coquetea en los bailes para mayores. Parece irradiar alegría, demostrando que la edad no es límite. Sin embargo, para Javier e Isabel, esa energía no es motivo de orgullo, sino de irritación. Ya no soportan la espera.
Finalmente, perdieron la paciencia. Exigieron a doña Carmen que firmara el piso a nombre de Javier y se mudara a una residencia. Ni siquiera disimularon, alegando que “allí estaría mejor”. Pero doña Carmen no es de las que ceden. Se negó con firmeza, y eso encendió la mecha. Javier estalló en cólera, gritando que era “una egoísta” y que “debía pensar en sus nietos”. Isabel echaba leña al fuego, insinuando que la abuela “ya había vivido demasiado”.
Cuando mi marido, Alejandro, y yo nos enteramos, nos quedamos horrorizados. Doña Carmen siempre había soñado con viajar a Marruecos: ver la mezquita de Casablanca, perderse por los zocos de Marrakech, sentir la arena del Sáhara. Le propusimos venir a vivir con nosotros, alquilar su piso y ahorrar para su sueño. Aceptó encantada y pronto su amplio ático en el centro empezó a generar ingresos. Al enterarse, Javier e Isabel montaron un escándalo monumental. Creían que el piso les pertenecía de derecho y exigieron mudarse. Hasta acusaron a Alejandro de manipular a la abuela por interés. Javier llegó a reclamar el dinero del alquiler, llamándolo “su parte legítima”. Nos mantuvimos firmes: no habría nada para él.
Isabel empezó a aparecer por nuestra casa casi a diario, sola, con los niños o con regalos absurdos. Preguntaba por la abuela, pero solo buscaba una cosa: estaban convencidos de que doña Carmen “caería pronto” y dejaría su herencia. Su codicia era descarada.
Mientras tanto, doña Carmen ahorró lo suficiente y partió a Marruecos. Regresó radiante, con historias y fotos para contar. Le sugerimos que no parase: vender el piso y seguir viajando, viviendo después con nosotros en paz. Tras pensarlo, aceptó. Vendió el ático por un buen precio y compró un acogedor estudio en las afueras de Málaga. El resto lo invirtió en nuevas aventuras.
Doña Carmen recorrió Portugal, Italia y Suiza. En este último país, durante un paseo por el lago Lemán, conoció a Pierre, un francés. ¡Su historia parecía de película! A los setenta y cinco, se casó con él. Alejandro y yo volamos a Francia para la boda y fue hermoso verla brillar en su vestido blanco, rodeada de flores. Ella se merecía esa felicidad. Trabajó toda la vida, crió a sus hijos, ayudó a sus nietos, pero ahora, por fin, vivía para sí misma.
Cuando Javier supo de la venta, se enfureció. Quería el estudio, argumentando que “a ella ya le sobraba”. Cómo planeaba meter allí a cinco personas es un misterio. Pero ya no nos importa. Nos alegra que doña Carmen haya encontrado su lugar en el mundo. En cuanto a Javier e Isabel… Su historia es un recordatorio de que, a veces, el dinero revela el verdadero rostro de quienes creías cercanos.