Cuando la abuela descubrió que su nieto quería echarla del piso, lo vendió sin pensárselo dos veces.
¿Para qué hipotecarse si puedes esperar a que la abuela estire la pata y heredar su casa? Eso debió pensar el primo de mi marido, Arturo. Su mujer, Rosario, y sus tres hijos vivían soñando con el día en que la abuela les dejase el piso en herencia. Mientras tanto, se apiñaban en un minúsculo apartamento en Málaga, en casa de la madre de Rosario, y, por lo visto, aquella vida les resultaba más pesada que una tarde de agosto sin siesta. No querían saber nada de préstamos, solo murmuraban en voz baja cómo acelerar el “tema” con la abuela.
Y la abuela, Carmen López, era una auténtica joya. A sus setenta y cinco años, rebosaba energía: salía con sus amigas, dominaba el móvil, iba al teatro y hasta se permitía algún que otro coqueteo en los bailes para mayores. Brillaba como el sol, y su vida era un ejemplo de cómo disfrutar cada día. Pero para Arturo y Rosario, eso no era motivo de orgullo, sino de irritación. Estaban hartos de esperar.
Así que su paciencia se agotó. Decidieron que Carmen debía firmar el piso a nombre de Arturo y mudarse a una residencia. Ni siquiera lo disimulaban: decían que “allí estaría mejor”. Pero Carmen no era de las que se rinden. Se negó en redondo y se armó la marimorena. Arturo se puso hecho un basilisco, gritando que era una “egoísta” y que “debía pensar en sus nietos”. Rosario echaba leña al fuego, insinuando que la abuela “se había quedado demasiado tiempo”.
Cuando mi marido, Miguel, y yo nos enteramos, nos quedamos de piedra. Carmen siempre había soñado con viajar a Marruecos: perderse por los zocos de Marrakech, respirar el aroma a azafrán, admirar el Atlas. Le propusimos que viniera a vivir con nosotros, alquiláramos su piso y juntáramos dinero para su aventura. Aceptó, y pronto su luminoso ático en el centro de Málaga empezó a dar sus frutos. Cuando Arturo y Rosario se enteraron, montaron en cólera. Decían que el piso era suyo por derecho y exigían que Carmen les dejara entrar. Incluso acusaron a Miguel de haber “manipulado” a la abuela por interés. Arturo llegó a pedir el dinero del alquiler, diciendo que era “su parte legítima”. Nosotros nos mantuvimos firmes: ni hablar.
Rosario empezó a aparecer por casa casi a diario. A veces sola, otras con los niños, siempre con regalos cutres de por medio. Preguntaba por Carmen con fingida preocupación, pero se le veía el plumero: seguían esperando que la abuela “se fuera” pronto para quedarse con el piso. Su codicia nos dejaba boquiabiertos.
Mientras tanto, Carmen reunió el dinero suficiente y se fue a Marruecos. Volvió radiante, con la maleta llena de historias y fotos. Le sugerimos que no parara: que vendiera el piso, siguiera viajando y viviera con nosotros cuando quisiera descansar. Lo pensó… y al final lo hizo. Su magnífico ático se vendió por un buen precio, y con lo obtenido compró un acogedor estudio en las afueras de Málaga. El resto lo invirtió en nuevas aventuras.
Carmen recorrió Portugal, Italia y Suiza. En este último país, durante un paseo por el lago Lemán, conoció a un francés llamado Pierre. Su romance fue de película: ¡a los setenta y cinco años se casó con él! Miguel y yo volamos a Francia para la boda, y fue increíble verla brillar en su vestido blanco, rodeada de flores y risas. Carmen se merecía toda esa felicidad. Después de una vida trabajando, criando hijos y ayudando a los nietos, por fin vivía para sí misma.
Cuando Arturo se enteró de la venta del piso, se puso hecho una furia. Exigió que Carmen le diera el estudio, alegando que “a ella ya le sobraba”. Cómo pretendían meter allí a cinco personas, era un misterio. Pero a nosotros ya nos daba igual. Estamos felices de que Carmen haya encontrado su lugar en el mundo. Y Arturo y Rosario… bueno, su historia es un recordatorio de que, cuando hay dinero de por medio, a veces la familia muestra su peor cara.







