Cuando hay secretos por descubrir

Sergio aparcó cerca del viejo bloque de cinco plantas, procurando que la matrícula no llamara la atención. Observó con desdén los balcones descascarillados, las ventanas ciegas. Los modernos cristales parecían remiendos recién cosidos sobre tela gastada. El edificio, en conjunto, recordaba a un vagabundo: vestido con lo que el azar le ofrecía en su camino.

Perdido entre árboles raquíticos y otras construcciones igualmente marchitas, el bloque había sobrevivido a cambios de gobierno, crisis y modas, desvaneciéndose poco a poco, al igual que sus habitantes.

A Sergio, el lugar le provocaba una melancolía que le corroía los huesos. En un sitio así había pasado su infancia. Y había soñado, con furia, con escapar. No solo lo soñó, sino que lo logró. Estudió, ingresó en la universidad adecuada, en la facultad indicada, y después, en economía. No se construye un imperio sin conocer los números.

Cuando lo consiguió todo, llevó a sus padres a un barrio mejor. Les compró una casita modesta pero luminosa, con setos recortados y geranios en la fachada. Detrás, su madre cultivaba un huerto, como no podía ser de otra manera. No sabía estar quieta.

Las mujeres no lo querían solo por su dinero. Era atractivo, generoso, sabía cortejar. Casi se casa un par de veces con bellezas esculpidas por cirujanos. Pero entonces imaginó presentar a una de esas diosas a su madre, sencilla y callada, y cómo esta se empequeñecería ante tanto esplendor artificial. Así que desistió.

Lucía lo conquistó con su belleza discreta, su sonrisa fácil. Se enamoró. Al mes, ya la presentaba a sus padres. Su madre la miró, asintió casi imperceptiblemente.

¿Quién resistiría ante tanta naturalidad? Acostumbrada a vivir con poco, Lucía era modesta, sin pretensiones. Su padre había muerto, y su madre, poco después, devorada por un cáncer rápido. Sergio la colmó de cuidados. Incluso un año después de la boda, seguía temblando ante ella como un adolescente.

Hasta que su socio y amigo le dijo haber visto a Lucía en aquel barrio olvidado, frente al edificio ruinoso. ¿Qué hacía allí? No tenía ningún motivo para estar.

—¿Y tú qué hacías por ahí? —preguntó Sergio.

—Esquivaba un atasco, me perdí entre callejones.

¿Infiel? ¿Lucía? Imposible. Pero un escalofrío le recorrió la espalda, los puños se cerraron solos.

—Quizá me equivoqué —rectificó el amigo al ver su expresión—. Es guapa, pero hay muchas así. Perdona.

En casa, Lucía sonreía, natural, cariñosa. Si hubiera estado con otro, pensó Sergio, evitaría el contacto. Pero ella se acurrucaba contra él, dócil, confiada.

Algo no encajaba. ¿Era una actriz consumada o su amigo mintió? ¿O era otra cosa?

La incógnita lo consumió. Decidió seguirla. En la hora del almuerzo, cuando supuestamente la habían visto, Sergio esperó frente al edificio. Para distraerse, encendió la radio.

Justo cuando iba a marcharse, apareció Lucía. Rápida, abrió la puerta del portal con llave, miró alrededor y entró.

«Tiene llave. Interesante». Su corazón latía como el de un sabueso. Corrió hacia el portal, pero se detuvo: sin llave, no podía entrar. Esperó, impaciente, golpeando el volante al ritmo de Alejandro Sanz.

Cuarenta minutos después, un taxi amarillo se detuvo. Lucía salió, se subió y se fue.

Sergio no la siguió. En la oficina, no podía concentrarse. Abandonó el trabajo temprano. En casa, bebió coñac, algo que nunca hacía de día. «Lucía, Lucía… ¿Por qué? Parecías tan leal…».

La puerta se abrió. Las llaves cayeron sobre la mesa.

—¿Por qué estás a oscuras? —oyó detrás de sí—. ¿Bebiendo? ¿Qué pasa?

Sergio se giró. Los ojos de Lucía se agrandaron. ¿Miedo?

—Dime la verdad —gruñó—. ¿Dónde estabas al mediodía?

—¿Viniste a mi trabajo? No me avisaron…

La vio palidecer, encogerse.

—No me mientas.

—Quería decírtelo antes… —Lucía se dejó caer en el sofá.

Sergio la observó, frío. «La farsa continúa».

—¿Cuánto llevas engañándome?

—No es un amante —susurró—. Es mi padre.

—¿Tu padre? Creía que había muerto.

—Lo dije porque me avergonzaba. No sabía que seguía vivo hasta que una antigua vecina me llamó. Bebía mucho, mi madre lo echó de casa. Ella lo buscó, pero… después enfermó y murió.

Lucía tragó saliva.

—La vecina terminó en ese edificio. Trabaja en un hospital. Ingresaron a un vagabundo atropellado. Era él. Le pagué para que lo cuidara. Usé mi sueldo, no tu dinero.

Sergio apartó la mirada. Recordó aquella noche de invierno, la carretera helada, la sombra que se cruzó en su camino. El golpe. El olor a alcohol y suciedad. Llamó a una ambulancia y se marchó.

¿Era posible?

—Perdóname —dijo, tomando sus manos—. Tráelo aquí. Hay una habitación libre. Contrataremos a alguien.

Lucía lo abrazó. «Si supieras que fui yo quien lo atropelló… Algún día te lo diré. Pero no ahora».

—Solo no me obligues a verlo —murmuró.

Más tarde, una mujer corpulenta empujaba una silla de ruedas por el jardín. Sergio evitaba acercarse.

Un mes después, Lucía anunció que esperaban un hijo. Al principio, Sergio temió que no fuera suyo. Hasta que vio su mirada brillante.

—¡Será un niño! —gritó, levantándola en brazos.

Cuando el embarazo avanzó, su padre murió. Sergio sintió alivio. Tal vez ella también.

Sin el hombre, no había culpa.

El destino entrelaza vidas de formas inesperadas. Los secretos duermen en armarios cerrados… hasta que despiertan.

Quizá, quien perdona, será perdonado. A su tiempo.

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Cuando hay secretos por descubrir