Hace mucho tiempo, cuando por fin encontré un poco de felicidad para mí, mi hija me llamó loca y me prohibió ver a mi nieta. Toda mi vida la dediqué primero a ella y después a la pequeña. Pero parecía que se les había olvidado que yo también tenía derecho a ser feliz, más allá de ser solo madre y abuela.
Me casé muy joven, a los veintiún años. Mi marido, Antonio, era un hombre tranquilo, callado, trabajador hasta la médula. Un día le ofrecieron un viaje de trabajo de dos semanas, un buen empleo temporal transportando mercancías a otra región. Nunca regresó. Aún hoy no sé qué ocurrió en aquel viaje. Solo recuerdo la llamada que me dejó sin aliento: Antonio ya no estaba. Me quedé sola con mi hija de dos años en brazos, sin nadie más. Los padres de mi marido habían muerto años atrás, y los míos vivían lejos. No sabía cómo sobrevivir ni cómo darle un futuro a mi niña.
Por suerte, la pequeña vivienda de Antonio quedó para nosotras. Sin eso, no sé cómo habríamos salido adelante. Soy maestra, y al principio intenté dar clases particulares en casa, pero era casi imposible enseñar con una niña pequeña correteando y llorando. No podía buscar un trabajo fijo, pues ¿quién cuidaría de mi Verónica? Mi madre vino un día, me vio desesperada, y se la llevó con ella. Casi dos años vivió con sus abuelos mientras yo trabajaba sin descanso: en el colegio, dando clases particulares, haciendo lo que fuera necesario.
Los fines de semana viajaba para verla. Cada despedida me partía el corazón. Cuando llegó el momento del colegio, tuve miedo de que enfermara y tuviera que quedarme en casa, pero era fuerte y apenas caía enferma. Con los años, volvimos a estar juntas. Después vino el instituto, la universidad… Trabajé sin parar para que tuviera los mejores zapatos, los vestidos más bonitos. Siempre tenía dos, a veces tres trabajos. Pero cuando Verónica terminó sus estudios y encontró empleo, por fin respiré. Y entonces sentí el vacío: ya no era necesaria.
Mis fuerzas ya no eran las de antes, y de amigos solo me quedaba mi gato. Mi hija venía algunos fines de semana, pero pasar todo el día con su madre solitaria no entraba en sus planes. Me sentí abandonada. Todo cambió cuando nació mi nieta Carlota.
Unos meses antes de su llegada, me mudé con mi hija y su marido, Javier. Las compras, la casa, los preparativos del parto… Todo dependía de mí. Y cuando Verónica volvió al trabajo, me ocupé completamente de la niña. No me quejaba, al contrario: por fin me sentí útil otra vez.
Este año Carlota empezó el colegio. La recogía, le preparaba la merienda, hacíamos los deberes juntas, paseábamos por el parque o íbamos a sus actividades. Fue allí, en aquel parque, donde conocí a Eduardo. También él paseaba con su nieta. Hablamos, y resultó que, como yo, había enviudado joven y ahora ayudaba a su hija con la pequeña.
Cuando le conocí, no esperaba nada. En todos esos años, nunca había salido con nadie. Primero fue mi hija, después el trabajo, y luego Carlota. Me enorgullecía ser abuela. Pero ¿acaso las abuelas tienen pretendientes? Pues resulta que sí. Eduardo me recordó que aún era una mujer.
El primer mensaje suyo pidiendo vernos solos me dejó sin palabras. Con él comenzó una vida nueva. Fuimos al cine, al teatro, a ferias, a exposiciones. Volví a saborear la vida.
Pero mi hija no lo entendió. Todo empezó con una llamada un sábado por la mañana:
—Mamá, voy a pasar con Carlota este fin de semana, ¿la cuidas?
—Lo siento, cariño, pero tengo planes. No estamos en la ciudad. La próxima vez avísame antes y con gusto me ocupo.
Verónica resopló y colgó. El lunes, Eduardo y yo regresamos. Estaba feliz, llena de energía. Hasta Carlota notó que mis ojos brillaban. Pero el viernes sonó de nuevo el teléfono:
—Unos amigos nos han invitado, ¿puedo dejar a Carlota?
—Quedamos en avisar con tiempo. Ya tengo todo planeado.
—¡Otra vez con ese Eduardo! ¡Te ha vuelto loca! —gritó.
—Verónica, ¿qué dices? —intenté calmarla.
—¡Te has olvidado de Carlota! Siempre decías que no necesitabas nada más. ¿Y ahora qué? ¿Todo ha cambiado?
—¡Sí, ha cambiado! Por fin estoy viva. Ojalá me entendieras, como mujer.
—¿Y cómo debe entenderlo Carlota? ¿La cambiaste por un hombre?
—¡Qué disparates dices! Sigo con ella casi siempre. Perdona mis palabras y olvidémoslo.
—¿Que yo pida perdón? Estás loca. No volveré a dejarte con Carlota. Primero recapacita, luego hablamos.
Y colgó. Aquella noche lloré hasta quedarme sin aire, temblando de dolor. Lo di todo por ellas. Y cuando por fin era mi turno, me borraron de sus vidas. Así de fácil. Por atreverme a ser feliz.
Espero que Verónica reflexione. Que llame. Que entienda. Porque no concibo la vida sin ella ni sin Carlota.