¿Cuándo estará lista la cena?

– ¿Cuándo estará lista la cena?
– Cuando la prepares, entonces estará. La suegra, Doña Pilar, dejó caer sus gafas.
– Miguel, ¿tu mujer quiere que me ponga al fuego? ¿Y ella se quedará recostada?
Cayetana, sin prestar atención, tomó unas cuantas cosas y se encaminó al pasillo. Doña Pilar la siguió.
– ¿Qué pasa? ¿A dónde vas con eso? –
– Me marcho de vacaciones. ¡Adiós!

Cayetana dejó los pesados sacos en el suelo con alivio.

– ¡Estoy en casa!

Un murmullo surgió de la habitación y, poco después, apareció el que murmuraba: un hombre de unos cuarenta años, quizá más o menos. Vestía chándal y pantuflas.

– Cayetana, ¿qué costumbre es gritar? No estás en tu pueblo de la sierra. Compórtate con decoro.

– En realidad, podrías haber venido cuando llegó el sueldo y necesitábamos comprar la despensa.

El hombre exhaló con fuerza:

– ¡Dios mío! ¿Qué despensa?

Se dio la vuelta y se internó en la habitación. Cayetana suspiró pesadamente. ¡Cómo la cansaba todo!

Trabajaba en dos oficios para mantener la casa, mientras su marido, bajo el influjo de su madre, llevaba ya un año dedicado a escribir un libro que nadie valoraba. El primer manuscrito había sido descartado porque “nadie entiende el arte”.

Se desnudó, llevó los sacos a la cocina y, a partir de mañana, tendría permiso para descansar. Le tocaba limpiar el piso, lavar y planchar la ropa, y volver a guardar todo bajo la mirada vigilante de Doña Pilar. ¡Qué agotamiento!

Doña Pilar entró en la cocina.

– Cayetana, ¿qué haces? ¿Vas a alimentar al marido? Ha trabajado todo el día y ahora debe esperar.

– ¿Ha ganado mucho?

Cayetana no comprendía cómo había surgido aquel interrogada. Antes, miraba al escritor novato con admiración, temblando ante la idea de que se haría famoso. Ahora temía la mirada de la suegra y trataba de complacerla a toda costa, guardando silencio por culpa, pues cuando estaba de baja por maternidad, fue la suegra quien mantuvo a la familia.

Doña Pilar, que ya se disponía a marcharse, se detuvo bruscamente:

– ¿Qué has dicho?

– Pregunté si había ganado mucho. Normalmente la gente aporta dinero a casa cuando trabaja.

– ¡Cómo te atreves! Miguel pasa el día ideando la trama del nuevo capítulo. ¡No sabes lo que es trabajar con la cabeza!

La mujer resopló y salió. Entonces Cayetana se preguntó:

– ¿Qué hago aquí? El hijo de la suegra ya está en la casa de sus padres, hace ruido y fastidia a Miguel, que necesita concentrarse para escribir otro “inútil” y “poco atractivo” capítulo.

Cayetana se recompuso y volvió a organizar los alimentos del frigorífico, esta vez metiéndolos en una gran bolsa. Tenía el sueldo y las pagas de la vacaciones. Llevaba comida sabrosa y compraría algún regalo para el niño en el camino.

Salió al pasillo, dejó la bolsa y volvió a coger algo de sus pertenencias. Miguel, sin apartar la vista del televisor, preguntó:

– ¿Cuándo estará lista la cena?

– Cuando la prepares, entonces estará.

Doña Pilar dejó caer sus gafas.

– Miguel, ¿tu mujer quiere que me ponga al fuego? ¿Y ella se quedará recostada?

Cayetana, sin escuchar, tomó unas cosas y se dirigió al pasillo. Doña Pilar la siguió.

– ¿Qué ocurre? ¿A dónde vas?

– Me voy de vacaciones. ¡Adiós!

No esperó a que siguiera la conversación. Agarró la pesada bolsa y corrió escaleras abajo, intentando llamar a un taxi. Sí, a 60 kilómetros de la ciudad, ¿qué más da? ¡Una vez basta!

Andrés ya estaba en la cama cuando Cayetana cruzó la puerta de la casa familiar. Se despertó, corrió hacia su madre y la abrazó con fuerza. Ella lo estrechó contra sí, sintía cuánto lo extrañaba…

Doña Pilar la miró atentamente:

– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo has dejado a Miguel? ¿Quién lo cuidará?

La madre siempre había sido justa con el yerno, sin aceptar su presencia. Al principio, después de la boda, visitaban los fines de semana a los padres de Cayetana, pero la suegra, al observar cómo pasaba los días, pronto lo puso en su sitio.

Bastaron unas cuantas visitas para que Doña Pilar despertara al yerno a las seis de la mañana y lo empujara al huerto o al patio, hasta que el deseo de Miguel de descansar al aire libre desapareció por completo.

– ¡Basta, mamá! Estoy harta. Me voy de vacaciones un mes entero.

La madre sonrió:

– Gracias a Dios, al menos descansarás y pasarás tiempo con el niño.

Cayetana se acostó con Andrés. No logró conciliar el sueño de inmediato, contemplando bajo la luz de la luna cómo había crecido su hijo, y cuando finalmente se quedó dormida, no se dio cuenta.

Al amanecer la despertó un olor inesperado: el perfume de pan recién horilla. Andrés ya no estaba. Cayetana se estiró, disfrutó del aroma y, al instante, apareció su hijo a su lado.

– ¡Mamá ha horneado tantas tarta! ¡Un tonel!

Después del desayuno, Cayetana le preguntó a su madre:

– ¿Qué tengo que hacer?

– ¿Ya descansaste?

– Sólo me alegra, pero tengo otro trabajo.

– Pues ve al huerto. La col está crecida y los pepinos necesitan ser desherbados, no tengo tiempo.

En la tercera fila del huerto Cayetana percibió que aquella labor le producía placer. Miró los surcos limpios, se sonrió.

– ¡Qué belleza!

– ¡Primera vez que veo a alguien desherbar con tanta felicidad!

Alzó la vista y vio a Eugenio, su antiguo vecino, entrando por el patio.

– ¡José! ¿De dónde vienes?

Eugenio, que había sido su amor de infancia, la saludó con una sonrisa. Cuando tenían diez años, ella lo seguía a todas partes; él, ya casi adulto, tenía quince, pero no la rechazó. Le regaló caramelos, la cuidó, se alistó al servicio militar y, al volver, ella ya era una joven. Se miraron tímidos, ambos avergonzados, y él se casó, se mudó a la ciudad. No se habían visto en diez años.

Cayetana le preguntó:

– ¿Qué haces aquí?

– No lo vas a creer, vine a casa de mi madre. Me separé hace un mes.

– ¿De veras? Pues… no es asunto mío.

Al atardecer Eugenio y su madre invitaron a todos a cenar. Asaron pinchos, charlaron de todo. Cayetana se sintió tan bien que no podía explicarlo; no había necesidad de contenerse ni de escuchar agravios. En fin, la vida basta con vivir.

Dos semanas más tarde, su madre se sentó frente a ella:

– Cayetana, hija, ¿qué piensas? ¿Vas a volver?

– No lo sé, madre. ¿Cómo vivir? Tengo trabajo, pero no tengo vivienda.

– ¿Quizá alquilar algo? O quédate. Buscaremos empleo. Y Eugenio… ¿has visto cómo te miraba?

– Madre, ¿qué miraba? Solo era el eco de la infancia.

– No sé… Eugenio es buen hombre, trabajador. En la ciudad su labor es muy importante.

Cayetana miró a su madre asombrada:

– ¿Quieres que me case con él?

La mujer se sonrojó.

– ¿Y qué tiene de malo? Veo que os irá bien a los dos.

Cayetana se rió. Bueno, madre, también da su parte.

Eugenio se marchó una semana completa a trabajar. Cayetana lo extrañaba tanto que a veces se reprendía a sí misma, como una niña en guardería. Miguel le llamaba y le enviaba mensajes. Al principio la avergonzaba, la acusaba de ingrata, de haberla sacado del pueblo y ahora ella le devolvía todo. Después le decía que la echaba de su piso y del hijo también. Cayetana se reía.

Resultó extraño que, después de tantos años, Miguel jamás la había dado de alta en el padrón. Luego la suegra llamó: decía que la presión por la ingratitud de Cayetana sería su culpa si se quedaba.

Los últimos días transcurrieron en silencio. Fue bueno, aunque extraño. Por la tarde llegó Eugenio, trajo un coche enorme para Andrés y los invitó otra vez a casa. La madre miró a Cayetana con una expresión cargada, y ella sintió una alegría tal que quería saltar.

Los pinchos aún se asaban cuando un coche se detuvo frente a la casa. Cayetana vio a una joven salir del vehículo y dirigirse a Eugenio.

– Querido, ¿cuánto más vas a esconderte de mí? Basta de juegos. Vamos a la ciudad.

– Ocsana, ¿qué haces aquí?

Cayetana comprendió al instante: era la esposa actual de Eugenio, una mujer que, aunque había sido su primera pareja, ahora resultaba superflua. Tomó a Andrés del brazo y se dirigieron al edificio, pero apenas habían dado unos pasos cuando llegó un taxi.

Del taxi descendieron Miguel y su madre.

– ¡Miren! Pasea por aquí y su marido no parece interesarle.

– ¿Por qué habéis venido?

Cayetana apretó los labios. Por fin entendía lo desagradables que resultaba esa gente.

– ¿Descansado? Vuelve a casa rápido. ¿Qué pasa? El marido tiene que trabajar y ella no hace nada.

– ¿Y el marido ha conseguido empleo?

La suegra se enfadó, pero Miguel empezó a hablar:

– Sabes que escribo un libro. No es como cargar ladrillos en la fábrica.

– Miguel… Hace tiempo quería decirte que eres un fracasado, que no sirves como hombre. ¿Qué has hecho por tu familia? ¿Nada? ¿Has ganado algo? No, tú y tu madre se sientan en mi espalda y no me voy. ¡Voy a llevármelo todo!

Cayetana salió al portal y encontró a Eugenio, sonriendo.

– Vaya, qué noche. Bien hecho, respondiste como corresponde.

Vieron a Miguel y a su madre acercarse a Ocsana y discutir largamente, gesticulando.

En el pueblo Cayetana no se quedó. Tras firmar con Eugenio, ella y Andrés se mudaron a la ciudad con su nuevo marido, que la empujó a cambiar de empleo; ya no trabajaba en la fábrica. Ahora Cayetana pasaba el día que antes pasaba en una oficina, revisando papeles. Al principio le avergonzaba el bajo sueldo, pero Eugenio quedó sorprendido.

– Tu salario es tu salario. Los botones y los tacones no alimentan a la familia; eso corresponde al hombre.

Miguel tampoco tardó en casarse con Ocsana. Su madre, entonces, tuvo que mantener a dos parásitos en su hombro. Cayetana, escuchó rumores de que su hijo, persuadido, abandonó el libro y se fue a trabajar a la fábrica.

En fin, todo lo que se hace acaba bien. Una puerta se cierra, otra se abre.

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MagistrUm
¿Cuándo estará lista la cena?