**30 de octubre, 2024**
Cuando por fin decidí tener una vida propia, mi hija me llamó loca y me prohibió ver a mi nieta.
Toda mi vida la dediqué a mi hija, y luego a mi nieta. Pero parece que se olvidaron de que yo también tengo derecho a ser feliz, más allá de ellas. Me PMS9uyé muy joven, a los veintiún años. Mi marido, José, era un hombre tranquilo, trabajador hasta la médula. Un día le ofrecieron un viaje de trabajo de dos semanas, supuestamente para un buen extra transportando mercancía a otra región.
Nunca regresó. Hasta hoy no sé qué ocurrió en ese viaje. Solo recibí una llamada diciendo que José ya no estaba. Me quedé sola con mi hija de dos años, completamente perdida. Mis suegros habían muerto hacía tiempo, y mis padres vivían en otra ciudad. No sabía cómo sobrevivir ni cómo mantener a mi niña.
Por suerte, la pequeña casa de José quedó para nosotras. Sin eso, no sé cómo habríamos salido adelante. Soy maestra, y al principio intenté dar clases particulares desde casa, pero era casi imposible con una niña pequeña corriendo y llorando a mi alrededor.
No podía tener un trabajo fijo por culpa de la pequeña Lucía. ¿Cómo dejar sola a una cría de dos años? Un día, mi madre vino, vio mi desesperación, y se la llevó con ella. Casi dos años vivió con sus abuelos mientras yo trabajaba sin descanso. Daba clases en la escuela, hacía horas extras, daba lecciones privadas.
Los fines de semana iba a verla. Cada despedida me partía el alma. Luego llegó el turno para la guardería, temía tener que quedarme en casa otra vez, pero afortunadamente Lucía casi nunca enfermaba. Con el tiempo, volvimos a estar juntas. Primero el colegio, luego la universidad.
Trabajé hasta el agotamiento para que tuviera los mejores zapatos, vestidos, libros. Apenas tuve un solo empleo, siempre dos, a veces tres. Pero cuando Lucía terminó sus estudios y encontró trabajo, por fin respiré. Y al mismo tiempo, sentí un vacío. Ya no era necesaria.
Ya no tenía que agarrar cualquier trabajo extra. Mi cuerpo empezaba a fallar, y mis únicas compañías eran mi gato. Lucía venía algún fin de semana, pero entretenerme no era su prioridad. Me sentí abandonada. Todo cambió con el nacimiento de mi nieta, Sofía.
Unos meses antes de que naciera, me mudé con Lucía y su marido, Javier. Compras, limpieza, preparativos para el parto, todo recayó sobre mí. Más tarde, cuando Lucía volvió al trabajo, Sofía fue mi responsabilidad. Pero no me quejé. Al contrario, por fin me sentí útil otra vez.
Este año Sofía empezó la escuela. Yo la recogía, le hacía la comida, la ayudaba con los deberes, paseábamos por el parque o íbamos a actividades. Fue allí, en el parque, donde conocí a Antonio. Él también paseaba con su nieta. Hablamos. Antonio enviudó joven, como yo, y ayudaba a su hija con la niña.
Cuando lo conocí, no esperaba nada. Jamás en mi vida, después de perder a José, había salido con nadie. Primero fue la niña, luego el trabajo. Después de Sofía, me enorgullecía de ser abuela. ¿Y quién habría pensado que una abuela podía tener pretendiente? Pues resulta que sí. Antonio me recordó que aún era mujer.
Su primer mensaje invitándome a salir solos me dejó helada. Con él empezó una nueva vida. Íbamos al cine, al teatro, a festivales. Volví a sentirme viva.
Pero mi hija no lo aceptó. Todo empezó con una llamada un sábado por la mañana:
—Mamá, ¿puedes quedarte con Sofía este fin de semana?
—Lo siento, cariño, pero tengo planes. No estamos en la ciudad. La próxima vez avísame antes, y con gusto me quedo con ella.
Lucía resopló y colgó. El lunes, Antonio y yo regresamos. Estaba feliz, llena de energía. Hasta Sofía notó que tenía los ojos brillantes. Pero el viernes, otra llamada:
—Unos amigos nos invitaron, ¿puedes quedarte con Sofía?
—Quedamos en avisar con tiempo. Ya tengo todo organizado.
—¿Otra vez saliendo con ese Antonio? ¡Te ha vuelto la cabeza! —gritó.
—Lucía, ¿qué dices? —intenté calmarla.
—¡Te has olvidado de Sofía! Decías que no necesitabas ser feliz. ¿Ahora qué? ¿Todo ha cambiado?
—¡Sí, ha cambiado! Estoy viva otra vez. Ojalá me entendieras como mujer.
—¿Y Sofía qué? ¿La cambiaste por un hombre cualquiera?
—¡Qué estás diciendo! Paso más tiempo con ella que nadie. Olvidemos esto, por favor.
—¿Y yo tengo que pedir disculpas? Estás loca. No te dejaré a Sofía hasta que recapacites.
Colgó. Me derrumbé. Lloré hasta que me dolía el pecho. Toda mi vida por ellas. Y cuando es mi turno, me borran. Así de fácil. Por atreverme a ser feliz.
Espero que Lucía reflexione. Que llame. Que entienda. Porque no imagino mi vida sin ella ni sin Sofía.
**Lección:** Dar todo por los demás no garantiza gratitud. A veces, el mayor acto de amor es recordar que también merecemos vivir.