Cuando el silencio superó a las palabras

La mañana amaneció fría, como si el otoño hubiera irrumpido en la ciudad sin avisar. Javier recogía sus cosas en un silencio que cortaba más que cualquier grito. Ni peleas, ni portazos, solo el susurro de jerséis doblados con cuidado, el chasquido del cargador desenchufado, el crujido del estuche del cepillo de dientes. Se detuvo junto a la ventana, observando el patio gris de Sevilla. No para despedirse, sino para grabar en su memoria cómo la luz caía sobre el marco desconchado, cómo la sombra de la vieja cortina se extendía por el alféizar. Lucía dormía. O fingía. Seguramente fingía—su respiración era demasiado serena, como la de alguien que teme ser tocado.

En la cocina, encendió el hervidor. Sus manos no temblaban, pero por dentro todo se desmoronaba, como cuentas de cristal cayendo de un hilo roto. No era dolor, ni rencor, sino un silencio que se había vuelto una carga insoportable, imposible de cerrar en la maleta.

No se habían peleado. No hubo infidelidades. Nunza alzaron la voz. Simplemente dejaron de ser uno. Como si, día tras día, se alejaran el uno del otro sin darse cuenta, mientras entre ellos crecía un abismo donde solo resonaba el vacío.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Lucía, apareciendo en el marco de la puerta. Su voz era tranquila, casi indiferente, como si no preguntara por él, sino por la maleta en el rincón.

—Ahora —respondió Javier, sin alzar la vista. Sabía que si la miraba, no podría irse.

Ella calló. Él no se volvió. En ese silencio había de todo: un «quédate», un «vete», un «ya no puedo más», un «todo debería haber sido distinto». Quedó suspendido en el aire, como el último hilo que podrían haber agarrado, pero ninguno se atrevió.

Salió, dejando la llave en la mesita junto a la puerta. No miró atrás, no se detuvo. La escalera olía a humedad, a cenas ajenas y al bullicio matutino—en algún lugar se cerró una puerta, en otro sonaron platos. Javier bajó como si recorriera el último nivel de un juego conocido: sin errores, sin emociones. Por dentro estaba vacío, como una casa recién desalojada—limpia, pero aterradoramente hueca.

Al principio se quedó en casa de un amigo, en un piso pequeño en las afueras. Luego alquiló una habitación—estrecha, con pintura desconchada y una cama que crujía con cada movimiento. Empezó a correr por las mañanas, no porque le gustara, sino para ahogar el vacío con cansancio. Iba a otro supermercado, donde nadie conocía su cara. Ponía música alta, aunque no la escuchara, solo para no oír el silencio. Buscaba rutas nuevas, costumbres nuevas, caras nuevas. Cambiaba todo lo que podía. Pero el silencio dentro de él no se iba. Cada noche se sentaba a su lado, miraba la oscuridad y no lo soltaba.

Lucía se quedó en su piso. Con sus cortinas, con sus libros en la estantería, con su taza, que nadie había guardado. El estante del baño seguía intacto, la foto en la nevera, en su lugar. Se habían convertido en extraños—sin dramas, sin traiciones. Solo porque nunca se dijeron la verdad. Porque cada uno esperó que el otro diera el primer paso.

Pasaron tres meses.

Se encontraron por casualidad—en una farmacia de la esquina, en un mediodía gris, cuando la calle estaba casi vacía. Javier compraba vendas y analgésicos. Lucía, jarabe para la tos y una pomada. Sus miradas se cruzaron al mismo tiempo, y ambos se quedaron quietos, como si el tiempo se hubiera detenido.

—Hola —dijo él, un poco más bajo de lo que hubiera querido.

—Hola —respondió ella, observándolo con atención—. Estás más delgado.

Se encogió de hombros. Quiso decir algo ligero: «El trabajo, correr, no duermo». Pero no dijo nada. Compró lo que necesitaba y salió primero, intentando caminar despacio, como si eso pudiera cambiar algo.

Dos días después, le escribió. No una pregunta, sino una propuesta: «Un café. Sin hablar». Sin esperanza, sin expectativas. Solo lo envió. Ella respondió casi al instante. Aceptó. Breve, sin más palabras. Como si también lo hubiera esperado. O como si supiera que escribiría.

Se vieron en una pequeña cafetería junto al parque. Olía a pasteles recién horneados, a café y a algo vagamente nuevo, aún sin desenvolver. Javier la miró—ya no suya, pero terriblemente familiar. Lucía lo miró a él—sin ira, sin reproches, pero como a través de un cristal, tras el cual quedaba su vida pasada.

—Pensé que volverías —dijo ella. Con calma, como hablando de algo inevitable, con lo que ya había hecho las paces.

—Yo esperé que me llamaras —respondió él. Igual de sereno. Sin indirectas. Sin ruegos.

Sonrieron levemente—amargo, pero ligero. Como personas que lo entendieron todo, pero no saben cómo vivir con ello.

A veces, entre dos personas, no crece un muro, sino un silencio. Uno que da miedo romper. Porque en él está el temor al rechazo. O a escuchar una verdad que no estás preparado para aceptar.

No dijeron: «Empecemos de nuevo». No se abrazaron, no buscaron palabras que lo arreglaran todo. Solo tomaron café. Lentamente. Cada uno en su propio silencio. Y después salieron—cada uno por su camino. Sin promesas. Sin mirar atrás.

Pero una hora después, ella escribió: «Si quieres vernos otra vez, no me importa».

Él respondió: «Justo iba a decir lo mismo».

No era sobre amor. No era sobre volver. Era sobre el silencio que, al fin, se había vuelto un poco menos pesado. Sobre cómo se escucharon el uno al otro—no en las palabras, sino en las pausas, donde ya había menos dolor. Y un poco más de esperanza.

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Cuando el silencio superó a las palabras