**Cuando el silencio pesaba más que las palabras**
La mañana amaneció fría, como si el otoño hubiera irrumpido en la ciudad sin avisar. David guardaba sus cosas en silencio, un silencio que cortaba más que cualquier grito. Nada de discusiones, ni portazos—solo el ruido de los jerséis doblados con cuidado, el clic del cargador desenchufado, el crujido del estuche del cepillo de dientes. Se detuvo frente a la ventana, mirando el patio gris de Pamplona. No para despedirse, sino para guardar en la memoria cómo la luz caía sobre el marco descascarado, cómo la sombra de la cortina vieja se proyectaba en el alféizar. Lucía dormía. O lo fingía. Seguro que lo fingía—su respiración era demasiado tranquila, como la de alguien que teme que lo toquen.
En la cocina, encendió la tetera. Sus manos no temblaban, pero por dentro todo se desmoronaba como cuentas de cristal cayendo de un hilo roto. No era dolor, ni rencor, solo ese silencio que se había vuelto un peso insoportable, imposible de cerrar en la maleta.
No habían peleado. No hubo infidelidades. Nunca alzaron la voz. Simplemente dejaron de ser uno. Como si, día tras día, grano a grano, se hubieran alejado sin darse cuenta, hasta que entre ellos creció un abismo donde solo resonaba el vacío.
—¿Cuándo te vas? —preguntó Lucía, apareciendo en el marco de la puerta. Su voz era serena, casi indiferente, como si no preguntara por él, sino por la maleta en el rincón.
—Ahora —respondió David, sin alzar la mirada. Sabía que si la miraba, no podría irse.
Ella calló. Él no se volvió. En ese silencio cabía todo: el *quédate*, el *vete*, el *ya no puedo más* y el *todo pudo ser diferente*. Flotaba en el aire, como el último hilo que podían agarrar, pero nadie se atrevió.
Salió, dejando la llave en la mesita de la entrada. No miró atrás, no dudó. El portal olía a humedad, a cenas ajenas y al bullicio de la mañana—puertas cerrándose, platos chocando. David bajó las escaleras como si superara el nivel final de un videojuego: sin fallos, sin emociones. Por dentro estaba vacío, como una casa después de mudarse—limpio, pero inquietantemente desolado.
Primero se quedó en casa de un amigo, en un piso diminuto en las afueras. Luego alquiló una habitación—pequeña, con la pintura descascarillada y una cama que crujía con cada movimiento. Empezó a correr por las mañanas, no porque le gustara, sino para ahogar el vacío con cansancio. Cambió de supermercado, donde nadie lo conocía. Ponía música alta, incluso sin escucharla, solo para no oír el silencio. Buscaba rutas nuevas, costumbres nuevas, caras nuevas. Cambiaba todo lo que podía. Pero el silencio dentro de él no se iba. Cada noche se sentaba a su lado, miraba la oscuridad y no lo soltaba.
Lucía se quedó en su piso. Con sus cortinas, con sus libros en la estantería, con su taza—que nadie recogió. El estante del baño seguía intacto, la foto en la nevera seguía en su sitio. Se volvieron extraños—sin dramas, sin traiciones. Solo porque no se dijeron la verdad a tiempo. Porque cada uno esperó que el otro diera el primer paso.
Pasaron tres meses.
Se encontraron por casualidad—en la farmacia de la esquina, un mediodía gris, cuando la calle estaba casi vacía. David compraba vendas y analgésicos. Lucía, jarabe para la tos y una pomada. Sus miradas se cruzaron al mismo tiempo, y ambos se quedaron quietos, como si el tiempo se detuviera.
—Hola —dijo él, un poco más bajo de lo que quería.
—Hola —contestó ella, examinándolo con atención—. Estás más delgado.
Se encogió de hombros. Quiso decir algo ligero: *”El trabajo, correr, no duermo.”* Pero calló. Compró lo suyo y salió primero, caminando despacio, como si eso pudiera cambiar algo.
Dos días después, le escribió. No fue una pregunta, sino una propuesta: *”Un café. Sin hablar.”* Sin esperanzas, sin expectativas. Solo lo envió. Ella respondió casi al instante. Aceptó. Breve, sin añadir más. Como si también lo hubiera estado esperando. O como si supiera que escribiría.
Se vieron en una cafetería pequeña junto al parque. Olía a pasteles recién hechos, a café y a algo nuevo, aún sin estrenar. David la miró—ya no suya, pero tan familiar que le estremecía. Lucía lo miró a él—sin ira, sin reproches, pero como a través de un cristal detrás del cual seguía su vida pasada.
—Pensé que volverías —dijo ella. Tranquila, como hablando de algo inevitable con lo que ya había hecho las paces.
—Esperé que me llamaras —respondió él. Con la misma calma. Sin indirectas. Sin ruegos.
Sonrieron un poco—amargo, pero ligero. Como dos personas que lo entendieron todo, pero no saben cómo vivir con ello.
A veces, entre dos personas, no crece un muro, sino un silencio. Uno que da miedo romper. Porque en él está el miedo al rechazo. O a escuchar una verdad que no estás preparado para aceptar.
No dijeron: *”Empecemos de nuevo.”* No se lanzaron el uno al otro, ni buscaron palabras que lo arreglaran todo. Solo tomaron café. Despacio. Cada uno en su silencio. Y luego salieron—cada uno por su lado. Sin promesas. Sin mirar atrás.
Pero una hora después, ella escribió: *”Si quieres quedar otra vez, no me importa.”*
Él respondió: *”Justo iba a decirte lo mismo.”*
No era sobre amor. Ni sobre volver. Era sobre el silencio que, por fin, pesaba un poco menos. Sobre cómo se escucharon—no en las palabras, sino en las pausas, donde había menos dolor. Y un poco más de esperanza.